viernes, 11 de julio de 2025

¿Qué pistas nos da la Secretaría General del Sínodo de la Sinodalidad?



En el texto, publicado elaborado por la Secretaría General del Sínodo, recoge dos nuevos grupos de estudio, que han sido confirmados por León XIV: La liturgia en la perspectiva sinodal y El estatuto de las Conferencias Episcopales, Asambleas Eclesiales y Concilios Particulares.

Nuevo paso adelante en la implementación del Sínodo. Después de la participación de León XIV en la reunión del Consejo Ordinario de la Secretaría General del Sínodo —allí confirmó la apuesta por la sinodalidad: «Es un estilo, una actitud que nos ayuda a ser Iglesia, promoviendo auténticas experiencias de participación y comunión»—, se acaba de publicar el documento Pistas para la Fase de Implementación del Sínodo, refrendado por el citado consejo.


Un texto, en palabras de Mario Grech, secretario General del Sínodo, que ofrece un horizonte con el cual confrontarse e invita a compartir iniciativas, «contribuyendo así al discernimiento eclesial más amplio». El contenido, añade el cardenal, se basa en los estímulos recibidos de las Iglesias en los últimos meses y de las experiencias compartidas. Un camino que tiene un objetivo concreto: la misión y el anuncio del Reino de Dios a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.


En el fondo, se trata de un documento que quiere acompañar a las Iglesias locales, así como establecer un marco de referencia compartido que permita que el camino juntos sea posible.


La primera parte está dedicada a explicar la fase de implementación, sus objetivos y destinatarios. «Tiene como objetivo experimentar prácticas y estructuras renovadas, que hagan que la vida de la Iglesia se cada vez más sinodal, con vistas a una realización más eficaz de la misión de evangelización», se puede leer. También recoge que es una oportunidad, además, para mantener el intercambio de dones y el fomento de la comunión entre las Iglesias locales.


Asimismo, se aclara que esta etapa no es una vuelta al pasado, ni propone repetir lo ya vivido. Un itinerario tiene su referencia en el Documento Final del Sínodo, que es parte del magisterio ordinario del Sucesor de Pedro.


En este sentido, el documento señala al obispo como el máximo responsable de la implementación en cada Iglesia local: «Están llamados a suscitar y sostener la participación en el proceso sinodal de todos los miembros de la porción del Pueblo de Dios que les ha sido confiado».


En esta tarea, también se recoge la importante de los presbíteros y diáconos, los organismos de participación a nivel diocesano y del equipo sinodal diocesano. En este sentido, define cómo deben ser los equipos sinodales y los órganos de participación, que, si están bien constituidos, «pueden convertirse en verdaderos laboratorios de sinodalidad».


Y subraya la importancia de las agrupaciones de Iglesias locales, esto es diócesis, para apoyar los procesos, favorecer la coordinación y el trabajo en red, promover.


Secretaría General del Sínodo

En el texto también se hace un recorrido por un órgano vital: la Secretaría General del Sínodo, que tiene como misión la animación y la coordinación del proceso sinodal. Y define sus tareas: alimentar la comunión, acompañar a los obispos y equipos sinodales, animar a las Iglesias para que su camino se desarrolle con un estilo sinodal o coordinar los grupos de estudio. Sobre esta última cuestión, el documento recoge que León XIV ha confirmado esta tarea y ha añadido dos nuevos grupos: La liturgia en perspectiva sinodal y El estatuto de las Conferencias Episcopales, Asambleas Eclesiales y Concilios Particulares.


Por otra parte, también será competencia de la Secretaría General del Sínodo acompañar la organización de las Asambleas Continentales de Evaluación, que tendrán lugar durante el primer trimestre de 2028 y la Asamblea Eclesial  de octubre de 2028.


¿Cómo usar del Documento Final?

Las Pistas señalan el Documento Final del Sínodo sobre la sinodalidad como un punto de referencia que ofrece líneas de fuerza que son criterios de orientación y evaluación para las decisiones que se pretendan tomar.


Estas líneas tienen que ver con la perspectiva eclesiológica surgida del Concilio Vaticano II, con la idea de que la misión de anunciar el Reino de Dios es eje y objetivo final, con la perspectiva relacional y el intercambio de dones, con el impulso ecuménico y una Iglesia que dialoga con otras religiones y con la sociedad.


En este camino, aunque las Iglesias locales tienen autonomía para decidir, la Secretaría General del Sínodo propone dar pasos en ámbitos concretos. Son los siguientes:


La promoción de una espiritualidad sinodal.

El acceso efectivo a funciones de responsabilidad y roles de liderazgo que no requieren el sacramento del Orden por parte de mujeres y hombres no ordenados, tanto laicos y laicas, como personas consagradas.

La experimentación de formas de servicio y ministerio que respondan a las necesidades pastorales de cada contexto.

La práctica del discernimiento eclesial.

La activación de procesos decisionales con estilo sinodal.

La experimentación de formas adecuadas de transparencia, rendición de cuentas y evaluación.

La obligatoriedad en diócesis y parroquias de los organismos de participación previstos por el derecho, y la renovación de sus modalidades de funcionamiento en clave sinodal.

La celebración regular de asambleas eclesiales locales y regionales.

La valorización del Sínodo diocesano y de la Asamblea parroquial.

La renovación misionera sinodal de las parroquias.

La verificación del carácter sinodal de los caminos de la Iniciación Cristiana, y, en general, de los itinerarios formativos y de las instituciones encargadas de ellos.


El método

Finalmente, el documento señala la importancia del método, que no son «un conjunto de técnicas para gestionar encuentros», sino «una experiencia espiritual y eclesial que implica crecer en una nueva manera de ser Iglesia».


Así, se habla del discernimiento eclesial, que «requiere la contribución de competencias de diverso tipo para lograr una lectura más profundizada del contexto y una identificación más clara de lo que está en juego». En este sentido, señala que es fundamental definir los objetivos, de modo que sean realistas, los espacios y el número de participantes.


Así, propone una serie de procesos: discernimiento eclesial; formación en sinodalidad; procesos y experiencias de escucha; momentos de celebración, encuentro e intercambio; comunicación; renovación pastoral; e investigación teológica, pastoral y canónica.


Y concluye: «El método sinodal nos ha permitido dejarnos sorprender por el Espíritu Santo y recoger frutos inesperados en la fase de consulta y escucha, así como durante el desarrollo de las sesiones de la Asamblea sinodal, suscitando el asombro y el entusiasmo de muchos participantes, como lo atestiguan muchas síntesis y documentos recibidos: la comunión entre los fieles, entre los pastores y entre las Iglesias ha sido alimentada por la participación en los procesos y eventos sinodales, renovando el impulso y el sentido de corresponsabilidad por la misión común».

Historia de la Virgen del Carmen



Historia de la Virgen del Carmen


La devoción a la Virgen del Carmen —una de las advocaciones marianas de la Virgen María— remonta sus raíces al Monte Carmelo, en Tierra Santa. En el Antiguo Testamento, el profeta Elías invoca a Dios desde el Carmelo y obtiene señales de lluvia, consolidando el monte como lugar sagrado. Siglos después, eremitas se instalaron allí y formaron la Orden Carmelitana, dedicados a la oración y la penitencia, llamando a María como la “Santísima Virgen del Monte Carmelo”.


En el siglo XIII, la Orden Carmelitana fue formalmente establecida bajo los papas Honorio III e Inocencio IV, y se expandió internacionalmente. En el siglo XVI, Santa Teresa de Jesús impulsó la reforma del Carmelo Descalzo, fortaleciendo su vida de clausura y oración, dando origen a su expansión en América.


El origen del mensaje de la Virgen del Carmen nació en Inglaterra. El domingo 16 de julio de 1251, San Simón Stock, Superior General de los Padres Carmelitas del convento de Cambridge, estaba rezando por el destino de su orden cuando se le apareció la Virgen María portando un escapulario en la mano y dándoselo le dijo: “El que muera con él no padecerá el fuego eterno”.


Alude a este hecho el Papa Pío XII cuando dice: “No se trata de un asunto de poca importancia, sino de la consecución de la vida eterna en virtud de la promesa hecha, según la tradición, por la Santísima Virgen”.


También reconocida por Pío XII, existe la tradición de que la Virgen, a los que mueran con el Santo Escapulario y expíen en el Purgatorio sus culpas, con su intercesión hará que alcancen la patria celestial lo antes posible, o, a más tardar, el sábado siguiente a su muerte. El escapulario del Carmen es un sacramental.

miércoles, 9 de julio de 2025

Antropología de Karol Wojtyla (Luego Juan Pablo II)

Máster en Karol Wojtyla -Juan Pablo II 450 – Asociacion Española de  Personalismo


Karol Wojtyla, antes de ser Juan Pablo II, veía en el hombre más que nada una gran pregunta sobre la trascendencia. La trascendencia, por ser el centro hacia el cual tienden el pensamiento y la acción de la persona humana, integra el ser en el ser alguien; gracias a ella el hombre es él mismo.

La trascendencia se expresa en la experiencia moral. En ella, el hombre se aparta de las normas que se agitan en la pared de la caverna y con todo su ser se dirige hacia las cosas infinitamente lejanas… Justamente a partir de la reflexión sobre la experiencia de este llamado a conversión, Karol Wojtyla comenzó a pensar en la persona humana.

La trascendencia no forma parte del paisaje de la pregunta; pero este la exige. Sin la trascendencia no existiría un paisaje, sino únicamente un conjunto de cosas casuales demasiado cerca de las manos del hombre como para poder constituir el sentido de su ser. Si la trascendencia se identificara con alguna de esas cosas, también ella requeriría una integración. Sobre la trascendencia solo puede existir la pregunta.

La trascendencia anuncia al hombre que él es también más allá… Mientras lo llama a lo que está más allá, lo llama hacia ella y hacia sí mismo. Por consiguiente, en este diálogo el hombre se convierte… en otro. Dicho de otra manera, el amigo de la sabiduría se convierte cotidianamente. En la metanoia de su ser se realiza lo que el cardenal Wojtyla llamó la integración de la persona a través de la trascendencia.

En la experiencia del imperativo moral —y no en tal o cual sistema de pensamiento— se revela la verdad de la persona humana. Es la libertad, pero no cualquier forma de libertad ni un capricho, sino aquella que es amor y responde al amor. En la experiencia de la libertad obligada a un acto de amor, el hombre descubre ser palabra pronunciada por algún otro antes que él mismo haya podido decir cosa alguna. La persona humana puede ser palabra llena de sentido porque en ella está presente la palabra de amor, que todo lo da antes de recibir.

La palabra que es el hombre al cual el amor ha hecho su anuncio se convierte en pregunta sobre su trascendencia. Esta transformación se produce en el momento en que el hombre comprende su incapacidad de ubicarse con sus propias fuerzas en un paisaje dotado permanentemente de sentido, que no se desintegra ante el sufrimiento y la muerte. La pregunta sobre la trascendencia libera al hombre de la inmanencia del paisaje. La trascendencia no da al hombre regla alguna de comportamiento; solo se da a sí misma. El hombre, fascinado con el más allá de la trascendencia, sabe hacia dónde debe dirigirse y se siente culpable si no crece en esa dirección. Por consiguiente, mientras más se convierte, más pecador se siente. Y así debe ser, porque de lo contrario el más allá no sería trascendencia.

La trascendencia está presente en la libertad del hombre como “per procura”: de ella emana una luz que hace surgir del caos de la oscuridad la verdad de las cosas. Con esta luz, las cosas adquieren importancia, a pesar de su carácter provisorio, y así el hombre no puede no amarlas y al mismo tiempo puede amarlas de acuerdo a la justicia. La verdad de las cosas protege su libertad de la degeneración que es el capricho. El amor inspirado en la justicia hace justo al ser libertad del hombre, lo justifica. A veces debe justificarlo con la misma muerte.

Si trabaja en la tierra, en justa libertad, es decir, ante la trascendencia, el hombre cultiva su ser como cultiva el ser del mundo. Lo cultiva como el campesino cultiva su propio campo. Lo cultiva por el grano lanzado en la tierra con la esperanza de la cosecha. Este trabajo en espera de los frutos es lo que Karol Wojtyla —y luego Juan Pablo II—llama cultura. La falta de cultura del hombre o la sociedad muestra cómo ambos están dominados por el capricho. El capricho nunca es creador de cultura; de hecho, no va más allá de la comodidad y el placer.

Nunca vemos directamente el ser de la persona, el diálogo de su libertad que responde al Amor de la trascendencia. La persona oculta su propia intimidad a sí misma hasta el punto de tener que llegar incluso a adivinarla. Todo cuanto se revela de aquello en los gestos, que solo podemos explicar con el ser de la persona que responde al más allá de la trascendencia, nos conduce a la intimidad del mismo modo como las huellas conducen a los cazadores, en la espesura del bosque, a la madriguera del animal. La historia del diálogo del hombre con el hombre, que se descifra en estos gestos, solo nos permite adivinar la historia del diálogo que en la intimidad de la persona humana se da con Aquel que es “intimior intimo eius”, sin el cual la intimidad no sería intimidad.

Para Karol Wojtyla, las acciones humanas representan una realidad simbólica, que remite al hombre a la trascendencia, obligándolo a caminar en dirección a ella. Cada acción requiere un lenguaje específico, el mito, que manifieste su condición de miniatura de la historia de la caída y la esperanza del hombre de recuperar la justicia primordial.

Dios mismo, en la alianza con el pueblo y a través de él con todo ser humano personalmente, solo revela de sí aquello sin lo cual los hombres no serían capaces de responder a su divinidad propuesta. Les revela todo cuanto los obliga a convertirse en lo que son, nada más.

A través de la trascendencia se interpretan las acciones del hombre y a través de la misma debe interpretarse también su ser, del cual proceden las acciones (“agere sequitur esse”). El ser del hombre tiene principio y fin, nacimiento y muerte. Cuando el hombre se encuentra ante la trascendencia, sobre todo al enfrentar la muerte y el sufrimiento que la acompaña, un gran signo de interrogación se dibuja en su experiencia del imperativo moral. ¿Tiene acaso sentido una libertad humana justa si la misma —y no el capricho— debe sufrir y tanto el capricho como la libertad son presa de la muerte? La muerte y el sufrimiento han elevado al hombre a un nivel más allá de la ética, donde solo la trascendencia puede dar respuesta a su pregunta sobre el propio ser, que se ha convertido en “magna quaestio”. En su propia naturaleza, el hombre no lee la respuesta, sobre todo aquella que desea.

En la experiencia del imperativo moral, Karol Wojtyla “leyó” el texto particular que es la naturaleza del ser personal. Si no existiera ese texto, el hombre carecería del principio de acción. Por el contrario, habiéndose convertido en pregunta sobre el principio del ser hombre como tal. Solo al existir esta pregunta nace la antropología.

Job, aquel pagano de la tierra de Hus, sabía leer la naturaleza de su persona. Era un intelectual en el sentido profundo del término (de “intus-legere”). Al vivir del don de este “texto” y no de hipótesis, había evitado el mal cuando su vida estaba iluminada por la estrella del éxito. La forma exterior de sus acciones no era diferente a la de sus amigos. Solo cuando fue víctima de la desventura, y con ella del sufrimiento y la muerte, se vio que Job había leído al hombre y al mundo; ellos, en cambio, solo leían sus propios pensamientos. Su amistad con Job era formal, porque no comprendían los aspectos fundamentales vinculados al principio y al fin. Él, por el contrario, los gratificaba con esa amistad con la cual les decía defenderlos de sí mismos. Ni siquiera se sintió frustrado, aun cuando lo hería lo que ellos decían. En realidad no era fiel con lo que sus amigos eran, sino con lo que debían llegar a ser. Al convertirse en “magna quaestio” para sí mismo, también se convirtió en eso mismo para ellos.

Encerrados en sus propios pensamientos, los amigos de Job no comprendían que el “texto” escrito por Dios en el hombre es el texto de una libertad laboriosa y un nacimiento difícil. Los había espantado la vehemencia de las preguntas arrojadas a Dios por Job. Según ellos, Job profería blasfemias contra Dios. No pensaron ni siquiera un instante que Job podía estar defendiendo a Dios de sus pensamientos impíos sobre él. Así de grande era la idolatría de sus razonamientos teológicos, construidos en la soledad y por consiguiente al margen del diálogo con Dios.

Los razonamientos teológicos idólatras ofenden a Dios y anulan al hombre. Quien experimenta su influjo pierde la capacidad de compartir el pensamiento con otros. Nada tiene de extraño, por lo tanto, que esa persona no sea capaz de vibrar con la muerte y el sufrimiento de los demás. ¿Por qué?

Solo es posible compartir el sufrimiento y la muerte de otro hombre si se piensa junto con él en la perspectiva de la trascendencia, que es común a todos. Es condición del diálogo la lectura del mismo texto. Para poder leer la naturaleza del hombre y no el propio pensamiento sobre un argumento, es necesario llegar al ser concreto del hombre, es decir, a su persona. Tenemos que llegar a nuestro deseo de trascendencia, que nos vuelve “capaces Dei”. La persona se une con el amor y su deseo se comprende solo a la luz de la esperanza. Solo creyendo en Dios es posible creer en la persona del hombre sin correr riesgo de desilusionarse. Quien lee la naturaleza de la persona de este modo participa en su difícil nacimiento. Recordemos que la palabra naturaleza viene del latín “nascor”, yo nazco, cuyo participio futuro señala algo que debe nacer.

Los amigos de Job no captaron la naturaleza de la persona humana porque habían prescindido de la experiencia del sufrimiento y la muerte. Seguían pensando al margen de la esperanza, por lo cual, en vez de leer la naturaleza del propio ser junto a Aquel que la escribe, creaban monólogos. Su racionalismo les impedía ofrecer algo a Job. A este no le interesaba el intercambio de opiniones, sino el diálogo con los dones, que para él habrían sido sus palabras, si hubieran estado dotadas de la presencia de ellos. Para él eran inadmisibles las palabras vacías. Sus palabras, en cambio, estaban llenas de su presencia y por eso Dios podía recibirlas.

En el pensamiento ético de los amigos de Job había una separación entre la ética y la salvación, porque no conocían el don. En su razonamiento, cada uno de ellos construía una especie de monólogo ético y en cada monólogo había una adaptación de Dios, en la cual Él se convertía en un ídolo. Toda idolatría es producto de una ética que, al no basarse en el ser de la persona como deseo de trascendencia, sino en las pasiones que la acosan, busca un modo más allá de lo ético para adaptarse a la conciencia del hombre.

Al encontrarse en el rayo de luz emitido por el sufrimiento y la muerte, Job comprendió la insuficiencia sustancial de una ética no inspirada en la lectura de objetivos sobrehumanos en la naturaleza del hombre, es decir, en la lectura en la misma de la presencia de la trascendencia que la integra. Esto no significa que Job no reconociera la necesidad de una ética; más aún, fue precisamente en ese momento que la misma adquirió importancia para él. Sin embargo, mientras encontraba en sí mismo las respuestas a las preguntas éticas, debía buscar la Salvación fuera de sí. Y justamente a la luz de la misma, Job, tan regido por la ética en su vida, se convirtió en pregunta. Si no hay respuesta para la pregunta soteriológica, no tienen sentido las respuestas a las preguntas éticas: son puro moralismo.

La pregunta por la salvación determina el ser o no ser del paisaje de las preguntas éticas, aun cuando no se ubica dentro de ese paisaje. La pregunta sobre el Don sitúa las preguntas éticas en un paisaje dotado para siempre de sentido. El hombre decide su destino en la medida que vive la esperanza, que le permite llegar hasta donde se inclina su deseo.


El pensamiento de Karol Wojtyla no se limitó a las preguntas éticas, porque en él había conciencia del hombre, es decir, de su vínculo personal con Dios, que confía la verdad y el bien a su libertad. En sus preguntas éticas está presente la pregunta sobre la trascendencia de la persona humana. Esas preguntas configuran el paisaje de las acciones de la persona humana integrada por la trascendencia y cada una de ellas es respuesta del hombre a su llamado categórico y no verificación de efímeras hipótesis éticas.

No debe sorprendernos, por lo tanto, la facilidad con la cual, en el pensamiento de Karol Wojtyla, las preguntas éticas se enlazan con la pregunta sobre la gracia. Junto con la pregunta, forman un organismo en el cual la pregunta sobre el pasado divino del hombre, que le permite comprender su propio pecado presente, se enlaza con la pregunta sobre su futuro divino, que le permite vivir con la esperanza de recuperar todo lo que ha perdido. El encuentro entre estas dos preguntas da comienzo a la antropología que en lo sucesivo el cardenal Wojtyla llamará antropología adecuada.


La antropología de Karol Wojtyla ha desembocado en el pensamiento testimonio de Juan Pablo II. Me permito señalar que de alguna manera él debía presentir hacia dónde lo conduciría el camino que estaba recorriendo.

Karol Wojtyla ingresó como Juan Pablo II al ámbito de Pedro, donde la “magna quaestio” del hombre se encuentra con la “Magna quaestio” que es Cristo. El pensamiento de Karol Wojtyla sobre el hombre, al volver permanentemente a los fundamentos del ser y la acción, unido ahora a la comunión de las personas encomendadas a él por Pedro, vuelve “ad Christum Redemptorem”.

Con esa libertad que solo puede permitirse el amor confesado tres veces a Cristo , Juan Pablo II habla de él como respuesta divina a la pregunta del hombre sobre la trascendencia del principio y el fin. Mientras rinde testimonio a Cristo, no solo da testimonio de la Salvación, sino también de la Creación que Dios llevó a cabo en su Hijo. Juan Pablo II realiza una “reducción” sui generis del hombre al Hijo de Dios. En él, como siempre repite, se encuentra la realización y la defensa de la persona humana. De hecho, Cristo fue enviado al hombre como gran pregunta de Dios, que llama a la persona humana al diálogo que la transfigura. Justamente piensa en ella y a su Principio y Fin.

Los fundamentos éticos protegen al hombre del mal y con el fundamento que es Cristo lo protegen de sí mismo.

Juan Pablo II, al rendir testimonio al acto de la creación, da testimonio, a través de la fe, de la definición divina del hombre, sin la cual no se puede hablar de verdad de su ser y acción. Pensar significa buscar esta Definición con todo el ser, ya que en ella se encuentra claramente la identidad de cada hombre. El pensamiento que la crea es Dios mismo. Por consiguiente, buscar la definición del propio ser significa buscar en Él la propia realización, es decir, la Salvación. Sería conveniente entender la definición de verdad del conocimiento no tanto como “adaequatio intellectus cum re”, sino como congruencia de la persona del hombre con la naturaleza del ser conocido a través de la misma. En esta acepción de la verdad, el conocimiento es amor y el amor conocimiento. El hombre que busca semejante verdad se convierte en ella y cada vez experimenta en menor grado la presión que actúa fuera del diálogo entre su libertad y la libertad de Dios. La antropología adecuada protege al pensamiento humano del servilismo y a la subjetividad humana de la invasión del mundo objetivo.

En el ámbito del testimonio de Pedro reside la verdad del hombre, que lo salva. En este ámbito, el hombre, que interroga a Dios sobre sí mismo, recibe a la persona de Cristo. En él, la ansiosa pregunta del hombre por sí mismo, madura en la pregunta de Dios. Misericordiosamente orientada hacia la persona humana por el acto de la Encarnación, la introduce en el diálogo que es su vida interior. El diálogo con Dios libera a la persona humana de todo aquello que no es Dios.


En la pregunta-testimonio dada a Cristo por Pedro, el hombre aparece como un ser ya juzgado y que sabe a dónde debe ir la pregunta de Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Un hombre juzgado de ese modo ya no puede y debe juzgarlo todo.

Por consiguiente, no debe sorprendernos la decisión con la cual Juan Pablo II recalca que ninguna voluntad humana, por contar con determinada mayoría en su apoyo, tiene derecho a decidir sobre la libertad del hombre, es decir, sobre su conocimiento y su amor. Ninguna voluntad humana tiene derecho a decidir sobre sus derechos y deberes pues estos no tienen su origen en la política, sino en una identidad pensada “en los cielos antes de la constitución del mundo”. Nada puede decidir sobre el nacimiento o la muerte del hombre concebido. Este, de hecho, viene del más allá, donde no puede llegar ni la capacidad de cálculo del intelecto humano ni la habilidad técnica de sus manos. Allá de donde viene el hombre y hacia donde va solo pueden llegar el amor y la esperanza del hombre junto al canto que los expresa. Solo puede haber cantos de amor y esperanza, pero no se someten a votación.

Es imposible que la intransigencia de Juan Pablo II al recordar que la persona humana ya ha sido juzgada en Cristo, en el acto de la creación y la redención, no despierte la crítica de todos aquellos que por distintos motivos no quieren reconocer la autoridad del hombre.

Juan Pablo II, al dar comienzo a la catequesis con la reflexión sobre la creación del hombre y su resurrección, defendió el cuerpo de la persona humana, señalando su sentido, que es el amor que une a dos personas. Esta unión ya no es una realidad física, sino la unión de la belleza de los cuerpos y no es objeto de posesión, sino algo destinado a ser, a ser cada vez más. En esta unión los hombres, al generar uno al otro, crean el espacio para un nuevo don, que es la persona humana. El sentido del cuerpo se manifiesta en su belleza, en la cual se realiza el amor, transformando en libertad el capricho de la inmanencia del hombre.


En la libertad-amor nacen las amistades, los matrimonios, las familias, las naciones; a todo eso se refiere Juan Pablo II cuando habla de sociedad. En cambio, al hablar del Estado, señala algo que debiera ser expresado y tutelado. Un Estado que no cumple estos deberes esenciales no es tal, sino un parásito del hombre. No corresponde a la política ni a la economía decidir sobre el servicio de la persona a las personas, sino al servicio de la persona a las personas decidir sobre la política y la economía. Si la política y la economía son la base del amor y la libertad, en vez de ocurrir al revés, la persona, su amistad, su matrimonio, su familia y su sociedad necesariamente experimentan malos tratos. En este trastrocamiento tienen su origen todas las injusticias.

Juan Pablo II defiende lo propio de la persona humana, del matrimonio, de la familia y de la sociedad de la irreflexión de un capricho muy parecido a la libertad, pero que nada tiene en común con ella. La libertad del sujeto, que es su amor fiel, está defendida por la verdad inscrita en el acto de la creación y la resurrección del hombre. Precisamente cuando no se lee el “texto” de la naturaleza de la persona humana, la convivencia entre los hombres se da desde un comienzo como una lucha, que a menudo degenera en conflicto bélico. En la guerra se hace evidente la falta de preocupación por aquello que hace a la persona tal, de las personas y de las sociedades.

El hombre, convertido en pregunta sobre la trascendencia del principio y el fin, a través del amor permanece en el pasado mediante la fe y mediante las esperanza se radica con el amor en el futuro. Gracias a estas virtudes, mide las cosas presentes con las lejanas. El presente no está suspendido del vacío. Fundado en el pasado y el futuro. En el diálogo en el cual nace el pueblo de Dios, el hombre domina el presente y hace de él responsablemente una historia.

La memoria del pasado y el futuro supera la memoria histórica del hombre. Es memoria de su origen divino y más aún de su destino divino. El hombre, en su condición de entidad creada, viviendo proféticamente, recibe la Palabra-Advenimiento, que es Cristo. Esta le es dada para que en él se produzca la divinización de su ser creado. Este diálogo divino-humano se realiza en el diálogo interhumano, en el cual el hombre acoge al otro hombre y se da a él. No se puede entender la palabra advenimiento encarnada sin ser palabra-advenimiento, y viceversa, solo puede entenderse el propio ser palabra-advenimiento en la perspectiva de la Encarnación. El advenimiento de la palabra divina en el advenimiento de las palabras humanas es lo que llamamos tradición. Las palabras que no encuentran su lugar en ella están muertas, no nacen.

El advenimiento en el camino hacia la palabra sobrehumana implica existir desinteresadamente desde el nacimiento hasta la muerte. Mientras menos desinterés exista entre los hombres, mayor será el riesgo de que se entiendan entre ellos y enfoquen el nacimiento, la muerte, la amistad, el matrimonio, la familia y la sociedad de la misma manera como se administran los productos planificados de acuerdo a las reglas del mercado.

El don se realiza cuando es acogido. Así ocurre con el nacimiento y también con la muerte del hombre. Aquel que es don espera el amor que lo acoja. Los hombres regidos por cálculos no comprenden las palabras no calculadas. Con el amor solo puede hablar el amor. Nadie puede ser obligado a hacer un don y nadie puede ser obligado a aceptarlo. Por eso, si el nacimiento y la muerte se obtienen técnicamente, al no ser actos de libertad y amor, perjudican radicalmente a la persona. La sociedad que ha olvidado el principio mismo, solo creará una historia de la producción de la vida y la muerte, es decir, la historia de una injusticia radical.


Las meditaciones de Juan Pablo II sobre cuanto ocurre al hombre en el principio en el acto de la creación, y en el fin, en el acto de la Resurrección, terminan, de acuerdo a una sucesión natural, en la meditación sobre la emancipación del hombre de la injusticia, es decir, en la historia de su corazón. A esta historia Juan Pablo II le ha dedicado la tercera parte de su catequesis.

El corazón del hombre es inquieto, por lo cual no puede ser punto de partida o llegada de su propio trabajo. En la historia del hombre, la Trascendencia de Dios se manifiesta como unión incomprensible de verdad y amor, de Justicia y Misericordia. No cabe duda de que el imperativo categórico moral imprime una dirección a esta historia. Esta comienza con el misterio del pecado que hirió la naturaleza del hombre, pero sin aniquilarla, de tal modo que puede recordar que en otro momento era diferente… En ella habla el instinto de autodefensa. El hombre de inmediato y espontáneamente se defiende. Al igual que su pensamiento, su esfuerzo ético se expresa en una diaria metanoia, con la esperanza de encontrar la salvación en la trascendencia hacia la cual tiende.

Juan Pablo II mira la historia dramática del corazón humano a través de la historia dramática de Cristo. Mientras piensa en el hombre, piensa en Cristo y viceversa. Cuando, en nombre de todos, repite las palabras de Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 68), piensa en el hombre como alguien destinado a la divinidad y en Cristo como alguien “destinado” a la humanidad. No por casualidad su primera encíclica comienza con estas palabras: “El Redemptor hominis” es el centro del cosmos y la historia”. En este centro, la justicia se identifica con la misericordia y la misericordia con la justicia.

Juan Pablo II piensa en la historia del corazón humano a través de la gracia, que crece donde hay pecado y donde el hombre es débil como la madera y el fierro defectuosos… Sabe lo que es el pecado, porque sabe lo que es la gracia. Sin considerar la miseria del tiempo, revela al hombre tareas que este no comprenderá si sigue mirándose a sí mismo a la luz de su propio pecado. Pienso que los hombres que son esclavos de la civilización contemporánea se sienten poco menos que ofendidos por este Papa por el hecho de que no buscan en la gracia el criterio para pensar en sí mismos y en la sociedad, sino en el pecado.

Juan Pablo II piensa a la luz de la gracia también en la vida sociopolítica de la persona humana. Junto con proclamar que la integración de la persona, y por consiguiente también la integración de la sociedad, no se realiza en una doctrina, sino en la persona de Cristo, Juan Pablo II defiende al hombre y a la sociedad de los totalitarismos de todo tipo que, en primer lugar con la doctrina y luego con la policía, obligan a los hombres a aceptar comportamientos idólatras y mortificantes y por consiguiente también a expresarse con gestos hipócritas en los cuales nadie se revela a sí mismo.

La justicia social reina donde hay hombres justos, es decir, hombres libres hacen todo lo que hacen motivados por el deseo de algo trascendente que les permita ser aún más ellos mismos. La trascendencia de los objetos en torno a los cuales el hombre se agita no lo conduce a la libertad. Solo la gracia del amor, al prometerle una participación en la vida de otra persona, le otorga el don de lo trascendente a lo cual aspira. Cada don de estos hombres libres es signo y presencia del don sobrenatural sin el cual no hay justicia. Se equivoca aquel que en la lucha por la libertad elige el criterio de la libertad. La experiencia enseña que tarde o temprano se llega a tener únicamente sensibilidad al frío y al calor.

La política y la economía puestas en práctica sin recordar la gracia de la verdad y la misericordia, en el olvido propio de la debilidad y el pecado del hombre, dejan de generar paz y justicia, porque no integran a las personas. Solo crean situaciones en las cuales se disfraza la mentira y el pecado con un simulacro de verdad y virtud. En las situaciones de mentira y pecado, el “ars gobernandi” degenera en “ars dominandi”.

Juan Pablo II, consciente de que el drama de la historia del corazón del hombre se resuelve en el encuentro de su debilidad y su pecado con la gracia, recuerda a ricos y pobres la debilidad humana y la gracia divina. No defiende a los pobres contra los ricos. Si solo los defendiera a ellos, debería defender también a los ricos contra los pobres. Entraría en la dialéctica en la cual el patrón golpea al sirviente y este no mira al patrón con amor, sobre todo cuando cae en sus manos. Patrón y sirviente son caricaturas de la persona humana y su lucha por conseguir mejores posiciones en la sociedad dialéctica es solo como una riña, a veces encarnizada, entre muchachos irreflexivos e irresponsables.

Por este motivo y por ningún otro. Juan Pablo II dijo decididamente “¡No!” a los teólogos que miran la vida del hombre y la sociedad en la óptica de sentimientos provocados por difíciles experiencias políticas y pastorales. Aun cuando han animado en ellos intenciones sumamente nobles, cuando esos sentimientos se abandonan a sí mismos, terminan a merced de la dialéctica sirvientepatrón, siempre totalitaria.


Utilizando el lenguaje de Norwid, diríamos que Juan Pablo II “desciende” a las “preguntas humanas” sobre el hombre en la perspectiva de la pregunta sobre el hombre que es Cristo. Las “preguntas humanas” en las cuales no está presente al menos la huella profética de Cristo son meramente técnica de mayor o menor eficacia para tratar al propio ser y al de los demás como objetos. Los objetos se anhelan. El caos del deseo del hombre por parte del hombre, provocado por el señorío del servilismo de la razón y la voluntad en nombre del placer y la comodidad, destruye las amistades, los matrimonios, las familias y la sociedad.

Se suele hablar de la gran estrategia de Juan Pablo II, de su capacidad para desplazar a los “adversarios”. Hay mucha verdad en esto y mucho malentendido. El estratego vence porque ve el caso desde un nivel más alto. El pensamiento de Juan Pablo II abarca al hombre desde su principio hasta su fin; por consiguiente, incluyendo la parte donde Dios siempre nos coge por sorpresa. Dios llega a nosotros donde menos lo esperamos.


Juan Pablo II no acepta batallas por la persona humana en el terreno, por así decir, del caos. Él siempre aparta el campo de batalla a un nivel más alto, donde la realidad del hombre, desintegrada en fragmentos sin sentido, se reconstituye en un hermoso paisaje. El último campo de batalla para el hombre es la Cruz. En ella, Juan Pablo II busca la reintegración de la persona humana y la sociedad. Ante esta “magna quaestio” de Dios y del hombre “se descubren los pensamientos de muchos corazones” (Lc. 2, 35); por consiguiente, su libertad y su orden, pero también su deseo y el caos. Así, ante el sufrimiento se manifestaron por una parte los pensamientos del corazón de Job y por otra los del corazón de su mujer y sus amigos.

Al decir persona, decimos comunicación de las personas. En la unión de la belleza de los cuerpos humanos, que se da con Dios y no con ellos mismos, nace el pueblo de Dios, de manera que la “magna quaestio” pasa a ser “magna quaestio” de la sociedad. Las cosas ocurren del mismo modo en la sociedad humana y en la sociedad de las personas divinas. Toda persona es amor. Una sociedad sin personas se convertiría en una mera suma de individuos en una masa.


El espacio del diálogo interpersonal del amor, al cual da vida la palabra de Dios, es el espacio de la Iglesia en el sentido más amplio del término. La Iglesia no propone opiniones o hipótesis ideológicas o doctrinales; ella solo es el darse de aquel cuya presencia entre los hombres constituye una Iglesia, es decir, la amistad divino-humana en la cual llegamos a ser mejores. La Iglesia muestra a la persona humana, la persona de Dios. Por eso la Iglesia, aun cuando existe en este mundo, es distinta al mismo. A pesar de las graves carencias morales, ella es autoridad para el mundo y no al revés.

Si la sociedad no puede prescindir de las personas y las personas no pueden prescindir de la Iglesia, nada, en la vida de la sociedad, puede sustituir a la Iglesia. No solo el hombre es camino de la Iglesia, también lo es la sociedad. Por eso es necesaria la doctrina social de la Iglesia, es decir, encíclicas como “Centesimus annus”.


La Iglesia —dice Juan Pablo II— no debe crear civilización ni servir hoy a un sistema y mañana a otro. La Iglesia, en realidad, no viene de ahí ni a eso se dirige. Adviene en la especial vigilia del pueblo en la presencia del don de Dios.


La Iglesia, que debe mostrar a la persona humana la persona de Cristo Dios, no puede evitar el sufrimiento ni la muerte. Si lo hiciera, dejaría de velar y en el mundo ya no existiría el acto de adoración con el cual se realiza en la Iglesia el advenimiento. Los hombres ya no vivirían en el espíritu y la verdad.

La ausencia del sufrimiento y la muerte no puede sino ser una tragedia cósmica, tragedia de la persona y el pueblo. Cristo reprendió con severidad a Pedro cuando este procuró disuadirlo para que no entrara a Jerusalén, donde debía sufrir y morir. Lo llamó abiertamente Satán, porque sentía según los hombres y por consiguiente contra los hombres.


El pensamiento de Juan Pablo II sobre el hombre es un pensamiento difícil, porque con Cristo vela sobre la piedra humana que surge en la vida. Es el pensamiento que los amigos de Job no logran comprender. Para salvarlos existe, no obstante, la oración, con la cual Job tomó conciencia de sí mismo y actuó en armonía con su propia naturaleza; confió en Dios. “Ningún hombre es una isla”.


Antropología del pontífice

La antropología de Juan Pablo II, también conocida como la antropología personalista y trascendente, se centra en la dignidad inherente del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios. Su pensamiento se basa en una profunda reflexión sobre la persona humana, su origen, su destino y su relación con Dios, buscando integrar la fe y la razón. 


Puntos clave de la antropología de Juan Pablo II:

Persona humana como centro:

La persona es vista como un ser único, libre y responsable, llamado a la comunión con Dios y con los demás. 

Cuerpo y sexualidad:

El cuerpo humano, especialmente la sexualidad, es considerado una dimensión esencial de la persona, no algo a ser despreciado o instrumentalizado, sino un medio para la donación y el amor. 

Teología del cuerpo:

Esta enseñanza, desarrollada por Juan Pablo II, explora el significado del cuerpo y la sexualidad a la luz de la revelación cristiana, mostrando cómo la sexualidad es un llamado a la comunión y a la donación de sí mismo. 

Trascendencia:

El ser humano está llamado a trascenderse a sí mismo, buscando a Dios y viviendo según su voluntad. 

Realidad dinámica:

La persona es concebida como un ser en constante movimiento, en busca de la verdad y la plenitud, a través de sus acciones y relaciones. 

Ética y justicia social:

La antropología de Juan Pablo II tiene implicaciones éticas, promoviendo una visión de la justicia social basada en el respeto a la dignidad humana y la defensa de los derechos humanos. 

Relevancia para la cultura:

Su antropología busca iluminar la cultura contemporánea, invitando a una reflexión sobre el sentido de la vida humana y su relación con Dios y con el mundo. 

En resumen, la antropología de Juan Pablo II es una visión del ser humano como un ser creado a imagen de Dios, llamado a la comunión, a la donación y a la trascendencia, con una profunda relevancia para la vida personal, social y cultural. 



jueves, 26 de junio de 2025

¿Quién es San Pablo de Tarso, el Apóstol de los Gentiles?





En muchas ocasiones se afirma que la figura de San Pablo es, indisolublemente unida a la de San Pedro y después de la de Cristo, la más importante en la historia de la cristiandad. Aunque Pablo no fue discípulo directo de Jesús, pues nunca lo conoció, tras la vivencia que experimentó viajando hacia Damasco se convirtió en su apóstol más ferviente y, junto a Pedro, sentó las bases sobre las que se constituyó la Iglesia.


De la vida, pensamiento y obras de Pablo tenemos constancia tanto por el libro de los Hechos de los Apóstoles como por las Epístolas que dirigió a varias comunidades cristianas (cartas a los Romanos, Corintios, Tesalonicenses...) y también a sus discípulos (Timoteo, Tito y Filemón). En todos estos textos Pablo se revela como un hombre tenaz, dotado de ánimo y fe inquebrantables, que no retrocede jamás ante las dificultades y rigores que entraña alcanzar una cima ni se adormece complaciéndose en los logros obtenidos, sino que siempre aspira a ir más allá aunque conlleve sufrimientos.

Pablo fue siempre más allá porque para su espíritu inquieto nunca hubo fronteras. Nació hacia el año 8 en Tarso de Cilicia (Tarso, en la actual Turquía), localidad costera sometida a Roma donde se cultivaba la cultura griega; su familia, aunque judía, gozaba de la ciudadanía romana. El niño fue circuncidado con el nombre de Saúl –Saulo– y educado en la fiel observancia de la Ley de Moisés y de las tradiciones de los mayores.


Según la costumbre judía desde los cinco años tuvo que aprender a leer los textos sagrados hebreos, y en su preadolescencia debió aprender asimismo griego, la lengua de uso común en Tarso. A los quince años fue enviado a Jerusalén para formarse en profundidad en el conocimiento de las Escrituras y de las tradiciones rabínicas y, de acuerdo con los usos judíos, también aprendió un oficio; en su caso se le adiestró como tejedor de lonas para tiendas de campaña, trabajo al que se dedicó durante su posterior actividad apostólica para ganarse el sustento.


Fervoroso defensor de las antiguas tradiciones, Saulo de Tarso fue uno de los más violentos adversarios del cristianismo hasta que un día, en el camino de Damasco, Jesús se le manifestó. Después de recibir el bautismo Pablo se dedicó por entero a difundir el mensaje del Redentor recorriendo grandes zonas mediterráneas sujetas al dominio de Roma pero no judías, motivo por el que frecuentemente se le denomina Apóstol de los Gentiles, y también Apóstol de las Gentes.


Según una antiquísima tradición Pedro y Pablo fueron martirizados en Roma el mismo día, hacia el año 64: Pedro sufrió crucifixión en tanto que Pablo, por ser ciudadano romano, fue decapitado; sus sentencias fueron dictadas por el emperador Nerón, implacable y feroz perseguidor de los cristianos. En el Santoral se recuerda a ambos apóstoles y mártires el 29 de junio. La Conversión de San Pablo se conmemora el 25 de enero.


¡Poneos en camino!



Domingo 14 (C) del tiempo ordinario

Hoy, nos fijamos en algunos que, entre la multitud, han procurado acercarse a Jesucristo, que está hablando mientras contempla los campos rebosantes de espigas: «La mies es mucha, pero los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10,2). De repente, fija su mirada en ellos y va señalando a unos cuantos, uno a uno: tú, y tú, y tú. Hasta setenta y dos...


Asombrados, le oyen decir que vayan, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde Él irá. Quizá alguno habrá respondido: —Pero, Señor, ¡si yo sólo he venido para oírte, porque es tan bello lo que dices!


El Señor les pone en guardia contra los peligros que les acecharán. «¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos». Y utilizando imágenes de costumbre en las parábolas, añade: «No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias» (Lc 10,3-4). Interpretando el lenguaje expresivo de Jesús: —Dejad de lado medios humanos. Yo os envío y esto basta. Aun sintiéndoos lejos, seguís cerca, yo os acompaño.


A diferencia de los Doce, llamados por el Señor para que permanezcan junto a Él, los setenta y dos regresarán luego a sus familias y a su trabajo. Y vivirán allí lo que habían descubierto junto a Jesús: dar testimonio, cada uno en su sitio, simplemente ayudando a quienes nos rodean a que se acerquen a Jesucristo.


La aventura acaba bien: «Los setenta y dos volvieron muy contentos» (Lc 10,17). Sentados en torno a Jesucristo, le debieron contar las experiencias de aquel par de días en que descubrieron la belleza de ser testigos.


Al considerar hoy aquel lejano episodio, vemos que no es puro recuerdo histórico. Nos damos por aludidos: podemos sentirnos junto al Cristo presente en la Iglesia y adorarle en la Eucaristía. Y el Papa Francisco nos anima a «llevar a Jesucristo al hombre, y conducirlo al encuentro con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, realmente presente en la Iglesia y contemporáneo en cada hombre».


Pensamientos para el Evangelio de hoy

«Los mandó así, porque dos son los preceptos de la caridad: el amor de Dios y el del prójimo; y entre menos de dos no puede haber caridad» (San Gregorio Magno)


«San Lucas pone de relieve el entusiasmo de los discípulos por los frutos de la misión. Ojalá que este evangelio despierte en todos los bautizados la conciencia de que son misioneros de Cristo» (Benedicto XVI)


«(…) Los Doce y los otros discípulos participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte. Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 765)

29 de junio: Solemnidad de san Pedro y san Pablo, apóstoles



Hoy celebramos la solemnidad de San Pedro y San Pablo, los cuales fueron fundamentos de la Iglesia primitiva y, por tanto, de nuestra fe cristiana. Apóstoles del Señor, testigos de la primera hora, vivieron aquellos momentos iniciales de expansión de la Iglesia y sellaron con su sangre la fidelidad a Jesús. Ojalá que nosotros, cristianos del siglo XXI, sepamos ser testigos creíbles del amor de Dios en medio de los hombres tal como lo fueron los dos Apóstoles y como lo han sido tantos y tantos de nuestros conciudadanos.


En una de las primeras intervenciones del Papa Francisco, dirigiéndose a los cardenales, les dijo que hemos de «caminar, edificar y confesar». Es decir, hemos de avanzar en nuestro camino de la vida, edificando a la Iglesia y confesando al Señor. El Papa advirtió: «Podemos caminar tanto como queramos, podemos edificar muchas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, alguna cosa no funciona. Acabaremos siendo una ONG asistencial, pero no la Iglesia, esposa del Señor».


Hemos escuchado en el Evangelio de la misa un hecho central para la vida de Pedro y de la Iglesia. Jesús pide a aquel pescador de Galilea un acto de fe en su condición divina y Pedro no duda en afirmar: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Inmediatamente, Jesús instituye el Primado, diciendo a Pedro que será la roca firme sobre la cual se edificará la Iglesia a lo largo de los tiempos (cf. Mt 16,18) y dándole el poder de las llaves, la potestad suprema.


Aunque Pedro y sus sucesores están asistidos por la fuerza del Espíritu Santo, necesitan igualmente de nuestra oración, porque la misión que tienen es de gran trascendencia para la vida de la Iglesia: han de ser fundamento seguro para todos los cristianos a lo largo de los tiempos; por tanto, cada día nosotros hemos de rezar también por el Santo Padre, por su persona y por sus intenciones.


Pensamientos para el Evangelio de hoy

«Como no hay que oponerse a la voluntad del Señor que decide, he respondido con obediencia a lo que ha querido hacer de mí la mano misericordiosa del Maestro» (San Gregorio Magno)


«Y tú, ¿has sentido alguna vez en ti esta mirada de amor infinito que, más allá de todos tus pecados, limitaciones y fracasos, continúa fiándose de ti y mirando tu existencia con esperanza?» (Francisco)


«(…) ‘Y enseguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que Él era el Hijo de Dios’ (Hch 9,20). Este será, desde el principio, el centro de la fe apostólica profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 442)

martes, 24 de junio de 2025

¿Qué le puede decir la experiencia de san Pedro a mi historia con Jesús?



Si nosotros hubiéramos asesorado a Jesús para elegir a sus discípulos, ¡qué distinto hubiera sido todo! Jesús, no le des la bolsa a Judas, que es ladrón; Jesús, no fundes tu Iglesia sobre Pedro, que anda siempre negando todo… ¿No es verdad que Jesús hizo las cosas muy mal? ¡Pero la Iglesia salió bien! ¿Por qué será?


Dicen que Dios escribe derecho con renglones torcidos. Y con san Pedro apóstol sí que se esmeró: ¿Habrá habido algún renglón más torcido que el querido Pedro?


Y sin embargo, lo elegiste. Y hoy, 267 papas después seguimos preguntándonos: ¿Qué te llevó a elegirlo? ¿Por qué Pedro y no Andrés que fue tu primer discípulo? ¿Por qué no Bartolomé que era un “israelita sin doblez? ¿Por qué él? Claro, no es sencillo, pero tenemos que aprender a ver con tus ojos y no con los nuestros. Porque tu sabiduría es necedad para los que no ven con tus ojos, pero un tesoro infinito para los que sí lo hacen.


1. San Pedro era muy inculto



¡Y vaya que lo era! Un pescador en Galilea. Ni un doctor de la ley, ni un fariseo, ni siquiera un miembro del Sanedrín: un pescador, un trabajador asalariado que vivía del trabajo de sus manos. Pero «Dios elige a los necios del mundo para confundir a los fuertes» (I Co, 1, 27) Y con Pedro se lució: él siguió siendo necio incluso después de recibir al Espíritu Santo. En el primer concilio de Jerusalén la Iglesia lo hizo recapacitar y volver sobre sus pasos en cuanto a la circuncisión y otras costumbres judías. Pero Pedro se sabía inculto y rudo, aceptó las correcciones de sus hermanos y la Iglesia siguió adelante conservando la fe.


2. San Pedro era muy impulsivo



Jesús, para guiar tu Iglesia necesitamos gente que no se deje llevar por los impulsos, sino gente centrada, equilibrada y con dotes de mando. Un impulsivo es muy cercano a un imprudente (y san Pedro demostró muchas veces ser impulsivo, por ejemplo cuando te pidió que no le lavaras los pies). ¿Por qué una persona impulsiva para gobernar una Iglesia que iba a nacer en crisis? Porque generalmente las personas impulsivas no miden los riesgos y se dejan llevar por los “impulsos” de su corazón. Y todas las “corazonadas” posteriores de Pedro mostraron que tu infinita sabiduría estaba orientada a expandir la Iglesia hacia todo el mundo conocido. El episodio del quo vadis lo demuestra: Pedro seguía siendo impulsivo poco antes de su martirio, pero su corazón grande lo hizo volver y enfrentarlo.


3. San Pedro era un cobarde



¿Cómo no iba a cantar el gallo viendo semejante gallina? Sí, ya sé, todos somos valientes en teoría. ¡En la práctica es otra cosa muy diferente! Pero Señor, ¿Qué te hizo pensar que Pedro sería un buen pastor para tus ovejas? ¡Si se asustó de una cocinera! Dios también elige a lo débil de este mundo para confundir a los fuertes, para que se viera que la Iglesia no era obra de los hombres, sino obra de Dios.


San Pedro también era asustadizo. Cuando en la barca, siguiendo un impulso te quiso seguir, caminando sobre las aguas, se acobardó por su falta de fe, y de ese modo, le enseñaste que la fe es más importante que la valentía y que no quieres valientes, sino hombres que confíen en ti plenamente, sin dudar un segundo. Porque el que confía en su propia valentía, entonces no tiene necesidad de ti.


4. San Pedro te traicionó



Todo muy lindo, el nombramiento de Pedro y que su sobrenombre fuera “piedra” (¿será por cabeza dura?) ¡Pero san Pedro es lo mismo que Judas! ¡Te traicionó! ¡Te negó tres veces! ¿Por qué no iba a seguir negándote después como Papa? Nuestro primer Papa comenzó la Iglesia con el pie izquierdo. No podría haber metido la pata más a fondo. Luego de haberte traicionado, no solo no rectificó su traición, sino que lloró cuando el gallo cantó. Y cuando te lo encontraste, nos enseñaste cómo se transita el camino del perdón: por cada negación un «¿Me amas? apacienta a mi rebaño». Porque de ese modo nos enseñas que no importa las veces que te traicionemos, pecando, sino las veces que nos arrepintamos, te pidamos perdón y volvamos a tu rebaño. Porque somos ovejas perdidas que necesitan a su Pastor, y somos débiles, y cobardes, y necios, e impulsivos, pero en el fondo, «Señor, tú sabes que te amamos» y que queremos servirte a pesar de nuestras limitaciones y nuestros pecados.


¿Qué nos dice la conversión de san Pedro hoy? Que no importa el tamaño de nuestros pecados, de nuestra ignorancia, de nuestra personalidad. Que Dios hizo santos, (¡y grandes santos!) a personas débiles como tú y yo. Que Dios nos pide que llenemos las tinajas y que Él se encarga de transformar el agua, insípida y sosa, en vino que alegra. Que no tenemos que dejarnos vencer por nuestras fragilidades, sino dejar que Dios nos transforme en levadura, en fermento para la masa. La conversión de san Pedro nos indica que Dios no necesita de nuestros talentos, sino que quiere nuestra nada, que reconozcamos humildemente que Él y solo Él es el que hace que nuestros talentos fructifiquen, siendo tierra humilde que se deja labrar en el desánimo, en la tristeza, en el dolor.


Elevemos nuestras oraciones al querido san Pedro, para que él, que tuvo el privilegio de sostener primero el timón de la barca de la Iglesia, sostenga también nuestro timón para que podamos dejarnos transformar por Cristo.

¿Quién es San Pedro Apóstol?



San Pedro Apóstol — Pedro es mencionado frecuentemente en el Nuevo Testamento — en los Evangelios, en los Hechos de los Apóstoles, y en las Epístolas de San Pablo. Su nombre aparece 182 veces.


Lo único que sabemos de su vida antes de su conversión es que nació en Betsaida, junto al lago de Tiberíades y se trasladó a Cafarnaum, donde junto con Juan y Santiago, los hijos del Zebedeo, se dedicaba a la pesca. Existe evidencia para suponer que Andrés (el hermano de Pedro) y posiblemente Pedro fueron seguidores de Juan el Bautista, y por lo tanto se habrían preparado para recibir al Mesías en sus corazones.


Imaginamos a Pedro como un hombre astuto y sencillo, de gran poder para el bien, pero a veces afligido un carácter abrupto y tempestivo que habría de ser transformado por Cristo a través del sufrimiento.


Nuestro primer encuentro con Pedro es a principios del ministerio de Jesús. Mientras Jesús caminaba por la orilla del lago de Galilea, vio a dos hermanos, Simón Pedro y Andrés, echar la red al agua. Y los llamó diciendo: << Síganme, y yo los haré pescadores de hombres.>> (Mateo 4,19). Inmediatamente abandonaron sus redes y lo siguieron. Un poco después, aprendemos que visitaron la casa en la que estaba la suegra de Pedro, sufriendo de una fiebre la cual fue curada por Jesús. Esta fue la primera curación atestiguada por Pedro, quien presenciará muchos milagros más durante los tres años de ministerio de Jesús, siempre escuchando, observando, preguntando, aprendiendo.


Profesión de fe y primado de Pedro:

Cristo resucitado es el fundamento de la Iglesia: “porque nadie puede poner otro fundamento que el que está ya puesto, que es Jesucristo” -1 Cor 3, 10. Sin embargo, el mismo Jesús quiso que su Iglesia tuviese un fundamento visible que serán Pedro y sus sucesores. Jesús presenta la vocación singular de Pedro en la imagen de roca firme. Pedro= Petros= Quefá= Piedra= Roca. Es el primero que Jesús llama y lo nombra roca sobre la cual construirá su Iglesia. Pedro es el primer Papa ya que recibió la suprema potestad pontificia del mismo Jesucristo. El ministerio Petrino asegura los cimientos que garantizan la indefectibilidad de la Iglesia en el tiempo y en las tormentas. La barca del pescador de Galilea es ahora la Iglesia de Cristo. Los peces son ahora los hombres.


Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo , hizo esta pregunta a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?” Ellos dijeron: “Unos, que Juan el Bautista, otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas.” Les dice Él: “Y vosotros ¿Quién decís que soy yo?” Simón Pedro contestó: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” Replicando Jesús dijo: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del Reino de los Cielos y lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos. Mateo 16, 13-20.


Dar las llaves significa entregar la autoridad sobre la Iglesia con el poder de gobernar, de permitir y prohibir.  Pero no se trata de un gobierno como los del mundo sino en función de servicio por amor: “el mayor entre vosotros sea el último de todos y el servidor de todos” (Mt 23, 11).


Recordemos algunos de los episodios Bíblicos en los que aparece Pedro.

San Pedro murió crucificado. El no se consideraba digno de morir en la forma de su Señor y por eso lo crucificaron con la cabeza hacia abajo. El lugar exacto de su crucifixión fue guardado por la tradición. Muy cerca del circo de Nerón, los cristianos enterraron a San Pedro.


Las palabras de Jesús se cumplen textualmente.


“Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”. Mateo 16:18


Hay testimonios arqueológicos de la necrópolis con la tumba de San Pedro, directamente bajo el altar mayor. Esta ha sido venerada desde el siglo II.  Un edículo de 160 d.C.  en el cual puede leerse en griego “Pedro está aquí”.


Se han encontrado muchos escritos en las catacumbas que unen los nombres de San Pedro y San Pablo, mostrando que la devoción popular a estos grandes Apóstoles comenzó en los primeros siglos. Pinturas muy antiguas nos describen a San Pedro como un hombre de poca estatura, energético, pelo crespo y barba. En el arte sus emblemas tradicionales son un barco, llaves y un gallo.


Hoy el Papa continúa el ministerio petrino como pastor universal de la Iglesia de Cristo. Al conocer los orígenes, debemos renovar nuestra fidelidad al Papa como sucesor de Pedro.


Los únicos escritos que poseemos de San Pedro son sus dos Epístolas en el Nuevo Testamento. Pensamos que ambas fueron dirigidas a los convertidos de Asia Menor. La Primera Epístola está llena de admoniciones hacia la caridad, disponibilidad y humildad, y en general de los deberes en la vida de los cristianos. Al concluir, Pedro manda saludos de parte <<de la iglesia situada en Babilonia>>. Esto prueba que la Epístola fue escrita desde Roma, que en esos tiempos los judíos la llamaban “Babilonia”. La Segunda Epístola trata de las falsas doctrinas, habla de la segunda venida del Señor y concluye con una bella doxología, <<pero creced en la gracia y sabiduría de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador. A Él sea la gloria, ahora y por siempre.>>


Martirio de San Pedro

San Pedro murió crucificado. El no se consideraba digno de morir en la forma de su Señor y por eso lo crucificaron con la cabeza hacia abajo. El lugar exacto de su crucifixión fue guardado por la tradición. Muy cerca del circo de Nerón, los cristianos enterraron a San Pedro.


Las palabras de Jesús se cumplen textualmente.


“Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”. Mateo 16, 18


Hay testimonios arqueológicos de la necrópolis con la tumba de San Pedro, directamente bajo el altar mayor. Esta ha sido venerada desde el siglo II.  Un edículo de 160 d.C.  en el cual puede leerse en griego “Pedro está aquí”.


Se han encontrado muchos escritos en las catacumbas que unen los nombres de San Pedro y San Pablo, mostrando que la devoción popular a estos grandes Apóstoles comenzó en los primeros siglos. Pinturas muy antiguas nos describen a San Pedro como un hombre de poca estatura, energético, pelo crespo y barba. En el arte sus emblemas tradicionales son un barco, llaves y un gallo.


Hoy el Papa continúa el ministerio petrino como pastor universal de la Iglesia de Cristo. Al conocer los orígenes, debemos renovar nuestra fidelidad al Papa como sucesor de Pedro.


Los únicos escritos que poseemos de San Pedro son sus dos Epístolas en el Nuevo Testamento. Pensamos que ambas fueron dirigidas a los convertidos de Asia Menor. La Primera Epístola está llena de admoniciones hacia la caridad, disponibilidad y humildad, y en general de los deberes en la vida de los cristianos. Al concluir, Pedro manda saludos de parte <<de la iglesia situada en Babilonia>>. Esto prueba que la Epístola fue escrita desde Roma, que en esos tiempos los judíos la llamaban “Babilonia”. La Segunda Epístola trata de las falsas doctrinas, habla de la segunda venida del Señor y concluye con una bella doxología, <<pero creced en la gracia y sabiduría de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador. A Él sea la gloria, ahora y por siempre.>>