miércoles, 23 de abril de 2025

La muerte y la Ciencia



¿Qué significa morir?

Morir es un proceso, largo o corto, que ocurre desde que una persona sabe que su vida va a acabar hasta que acaba. Esto puede ocurrir en un hospital, durante días, mientras la persona se “apaga”, o de forma rápida, en un accidente, donde la persona puede no llegar ni a ser consciente que su vida va a acabar. Cada persona tiene una forma particular de afrontar la muerte dependiendo de sus condiciones. Para la mayoría de personas, saber que van a morir resulta angustiante, y produce un sentimiento de repulsión llegando, en algunas ocasiones, a exacerbarse como tanatofobia: un miedo irracional que impide realizar vida normal por temer que van a morir. En algunos casos, puede la muerte también puede presentarse como un alivio para la persona que la está padeciendo, todo depende de su situación.


La muerte clínica

Sin embargo, aunque la muerte es, por definición, un proceso, hay un punto en el que termina, y entonces entra en juego el concepto clínico de la muerte. La muerte clínica significa dar el paso a un nuevo estado. Es decir, lo que antes era una persona, ahora pasa a ser un cadáver y, por tanto ha cambiado su dimensión ontológica. Como ya no se trata de una persona, se abre la posibilidad de actuaciones trascendentes como pueden ser la firma de un parte de defunción, o la posibilidad de ofrecer una solicitud de donación de órganos a la familia del fallecido. Hoy en día, la muerte clínica es un diagnóstico médico al que se ha llegado mediante un convenio entre los profesionales de la salud y jurídicos. Pero su significado ha ido cambiando con el tiempo y ha requerido mucha ciencia para llegar a lo que conocemos actualmente como muerte.


Los médicos y la muerte

A finales del siglo XVIII, en el mundo occidental, el médico no solía estar presente en la muerte de sus pacientes. De hecho, se consideraba que la labor del médico era acompañar al paciente mientras todavía había posibilidades de mejorar su condición. En cambio, cuando se entraba en fase terminal, el paciente quedaba al cuidado de familiares. Además, debido al fuerte arraigo religioso, entraban en acción otros personajes que se encargarían de darle los últimos sacramentos (la extremaunción) y por último, el enterramiento.

De hecho, no sería hasta principios del siglo XIX cuando el médico comenzaría a tener la potestad para emitir un certificado legal que permitiría enterrar a los muertos. Aunque es cierto que ya se enterraba a los muertos anteriormente por temas religiosos, en aquel momento se comenzó a ligar el enterramiento con la salubridad, ya que se empezaba a entender el mecanismo de transmisión de las enfermedades.


¿Cómo sabemos que alguien ha fallecido?

En esta época, para certificar la muerte de una persona se tenía que mostrar ausencia de signos vitales y, en concreto, una parada cardiorrespiratoria. Es decir que ni respirase, ni su corazón latiese. Esta verificación era relativamente fácil con un examen visual, pero aún lo fue más con la creación de instrumentos específicos para registrar estos signos. Por ejemplo, en 1816 el médico francés René Laënnec inventó el estetoscopio, que permitía escuchar el corazón sin tener que pegar la oreja al pecho del paciente, una práctica que causaba reparos por considerarla antihigiénica. Su confirmación final también era sencilla ya que bastaba con esperar la aparición de signos de putrefacción para tener evidencias suficientes que evitasen los diagnósticos precipitados o erróneos de la muerte.

En este contexto, las maniobras de reanimación cardiopulmonar tuvieron un gran impacto sobre las creencias establecidas de la hora de la muerte. En aquella época, la RCP era una práctica no estandarizaba y daba pie a métodos muy poco ortodoxos. Por ejemplo, en ocasiones se podía atar al paciente boca abajo en un caballo y ponerlo a galopar con la esperanza que, con el movimiento, el aire saliese y entrase en la cavidad torácica. En vistas a que estas prácticas tenían relativamente poco éxito, en los años 50 y 60 se estudiaron y estandarizaron las prácticas de RCP que tenían mejor porcentaje de éxito, las que nos han llegado a la actualidad. Respecto a la muerte, la reanimación cardiopulmonar significaba que la gente podría “resucitar” según los criterios de entonces, por lo que empezó a cuestionarse qué era realmente la muerte definitiva.


¿Cuándo muere una persona?

La muerte del organismo está ligada a una falta de oxigenación de los tejidos denominada anoxia. Esta suele ocurrir tras el fallo de los pulmones o el corazón, porque no pueden suministrar oxígeno a al resto de órganos y, entonces, estos dejan de cumplir su función. El órgano más sensible a la anoxia es el cerebro, por lo que una parada cardiorrespiratoria sin voluntad de reanimación se traduce, por lo general, en la muerte total del encéfalo tras unos pocos minutos. Esta situación ya es ineludible e irrecuperable, porque acaba con sus funciones. Por tanto, la muerte clínica real solo ocurre con la muerte completa del cerebro, que en la mayoría de ocasiones estáprecedida de una parada cardiorrespiratoria.

Por ello, en los hospitales se suele indicar como defunción el momento en el que la parada cardiorrespiratoria es irreversible. Es lo que podemos ver en muchas películas y series, cuando, tras estar un rato intentando realizar labores de reanimación, los médicos desisten y miran el reloj para anunciar en alto la “hora de la muerte”. A partir de ese evento, el médico puede firmar el certificado de defunción ya que desde el punto de vista legal la sociedad civil considera que la vida propiamente humana del paciente ha terminado; que el cuerpo está en estado cadavérico y que puede ser enterrado transcurridas 24 horas.


Pero el cuerpo, en ocasiones, no muere

A mediados del siglo XX, los avances médicos favorecieron la aparición de los primeros pacientes en estado de coma y con asistencia ventilatoria que no salían de esa situación. Es decir, aparecieron los primeros casos de coma irreversible y, con ellos una nueva dificultad para diagnosticar la muerte y cómo tratar estos casos.

¿Se les debía de tratar como pacientes de pleno derecho? Es decir, ¿se debían dedicar los mismos esfuerzos que con otro paciente plenamente consciente? Pero esto también tiene implicaciones éticas. Si a estos pacientes se les mantenía con ventilación asistida y conectados a máquinas que permitan la circulación de la sangre, podría considerarse un encarnizamiento terapéutico. Es decir, mantener un cuerpo vivo en condiciones horribles y sin posibilidad de curarlo, sólo por alargar su vida.

Por ello, en 1968, el Comité de la Facultad de Medicina de Harvard, constituido por diez médicos, un abogado, un teólogo y un historiador, crearon el primer criterio para la determinación de la muerte basado en un total y permanente daño cerebral. Con ello se acuñó el término “muerte cerebral” o “muerte encefálica”. Desde entonces se ha revisado en varias ocasiones, pero su base está clara: Un individuo en el que no se observa ninguna actividad cerebral, incluyendo en la zona conocida como tallo cerebral, (la que une el cerebro y cerebelo con la médula espinal) se considera como muerto.

Gracias a los avances en la medicina moderna se cuenta con dos maneras para diagnosticar la muerte: el criterio cardiopulmonar y el criterio encefálico. Esto no quiere decir que haya dos formas de morir, si no que ambos permiten llegar a la misma conclusión. Pero como en toda ciencia, el conocimiento con el que contamos en la actualidad sobre la muerte no es fijo. Es posible que, con los futuros avances médicos, se consigan formas de reparar las conexiones neuronales y deje de emplearse incluso el criterio encefálico. Y es que con el tiempo, todo cambia, hasta nuestra forma de entender la vida y su final, hasta ahora, ineludible.





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