1. Introducción
Las reflexiones de Edith Stein sobre la persona surgen muy tempranamente. Ya en su tesis doctoral de 1916 encontramos algunas indicaciones importantes. Estas reflexiones se derivan, en efecto, del interés que mantuvo por la antropología filosófica durante toda su vida. Por ejemplo, al aplicar la variación imaginativa al ser humano, y ello a razón de evaluar si éste se comporta del mismo modo que cualquier objeto físico de la naturaleza, llega a decir que la variabilidad en el hombre choca con un límite. “No sólo que la estructura categorial del alma como alma debe conservarse, también dentro de su forma individual nos encontramos con un núcleo inmutable: la estructura personal” (Stein, 1995, p. 173). De este núcleo inmutable va a decir poco después qué es lo que constituye la individualidad personal en la que va a fundamentar, más tarde, su teoría de la identidad humana.
Esta individualidad queda representada por el alma y la denomina Stein en su Introducción a la filosofía “peculiaridad personal” porque, dice, es un simple quale. A esto se refiere Stein cuando habla de la peculiaridad personal en el sentido de aquella “disposición original del carácter” porque es “inherente a ella un supremo factor cualitativo indisoluble que la impregna totalmente” (Stein, 2005, p. 809). Se trata, en efecto, de la esencia de la persona entendida como el núcleo idéntico que permanece invariable a través de todos los posibles cambios exteriores, porque la esencia o núcleo de la persona impone sus límites a la capacidad de cambio. A su vez, este núcleo le imprime su colorido individual y deja su sello impregnado en cada cosa que el hombre hace, se despliega en el carácter y, además, en ella “se muestra de manera pura y sin mezcla el alma de la persona” (Stein, 2005, p. 811). El alma, en cuanto núcleo, vendría siendo lo que en la estructura de la persona no cambia y se mantiene, por tanto, idéntica a sí misma.
Pues bien, en obras posteriores será decisiva la tesis que sostiene que esencialmente la persona es un ser en desarrollo, en el cual se verán involucrados especialmente tres conceptos que requieren una explicación, sobre todo para mostrar la relación que mantienen. Se trata de los conceptos de yo, sí mismo y persona. Esclarecer el sentido de estos conceptos así como las relaciones internas entre ellos es el objetivo de este trabajo. Con ello defendemos la tesis que afirma que es posible identificar un personalismo en la obra de Edith Stein sin esforzarse demasiado.
2. La imagen dinámica de la persona
En Ser finito y ser eterno Stein habla de la “persona” al referirse a la
“esencia del hombre” y a la “naturaleza del hombre” (Stein 1994, p. 379). Es decir, su ser personal como aquello que le pertenece de manera esencial.
Ciertamente, se trata, como apuntan Ferrer y González Di Pierro, de una “imagen dinámica de la persona” (Ferrer, 2002, p. 60; González, 2005, p. 54), ya que “[…] el hombre, con todas sus capacidades corporales y anímicas, es el ‘sí mismo’ que tengo que formar” (Stein, 2003, p. 100). Pero en esta línea Stein reconoce que el yo no puede estar directamente relacionado con la persona, necesita, por decirlo así, de una instancia intermedia que sirva de “medio de enlace y anillo de conjunción” (González, 2005, p. 54). ¿Cómo transitar del yo a la persona? Si existiera este intermediario, podrían evitarse los errores en los que ha caído por ejemplo Max Scheler al separar el yo de la persona. Pues bien, esta instancia es el sí mismo que, a juicio de Urbano Ferrer, “otorga su trabazón interna” tanto al yo como a la persona, pero al mismo tiempo, tanto el yo como la persona cumplen “una función distinta” (Ferrer 2002, p. 61).
Para Stein, sostiene Ferrer, si pudiésemos integrar este nuevo concepto llamado “sí mismo”, “se obviaría la separación scheleriana entre el yo y la persona, en la medida en que el yo dispondría entonces, gracias al sí mismo, de un espacio interno de movilidad y la persona, por su parte, encontraría en el sí mismo su consistencia (Bestand)” (Ferrer, 2002, p. 61).
Por ello, el sí mismo es para Stein la instancia a partir de la cual el yo humano transita hacia la persona individual. “El sí mismo es […] la materia que el yo ha de conformar, pero no siéndole ajena, sino como un resto de opacidad situado en su interior y que el yo va sucesivamente esclareciendo” (Ferrer, 2002, p. 61).
Con todo ello podemos ver que el sí mismo se refiere las cualidades y disposiciones que están contenidos en el alma individual y que, si las circunstancias lo permiten, el yo puede desarrollar libremente. Pero, ¿Qué es aquello que hay que formar? “Lo que el hombre tendría que formalizar sería toda su naturaleza animal. Y el resultado de esa formalización sería el hombre totalmente desarrollado, plenamente formalizado como persona” (Stein, 2003, p. 96). En otras palabras, el sí mismo es aquello que el yo debe formalizar a partir de las propiedades de su alma. Así, no es posible separar al yo de su alma, no están yuxtapuestos sino que son inseparables. “Un yo personal forma parte del alma humana; este yo habita en ella, la abraza y en su vida, su ser se hace presente, vivo y consciente. El yo humano es tal que su vida surge de la profundidad oscura de un alma” (Stein, 1994: p. 444).
Para Stein, incurren en un error quienes piensan que “el yo personal es más importante que el mundo entero”, o quienes se pierden en sí mismos cuando se repliegan hacia su interior y se olvidan de lo externo, porque echan de menos que “lo que se capta en esta percepción y esta observación interiores, son fuerzas y capacidades para actuar en el mundo” (Stein, 1994, p. 456). En realidad el conocimiento personal, que es precisamente de lo que estamos hablando, entre más profundo es, debería verse reflejado en la vida práctica de la persona humana. Es decir, su compromiso racional como persona lo lleva necesariamente a forjar su carácter. Si la persona posee unidad, hay que decir que se trata de una unidad en expansión. En su despliegue, la persona como centro dinámico, “[…] va dando forma a la conciencia de sí, en la que se expone el yo, al conjunto disposicional de su sí mismo, que denominamos ethos o carácter, y al cuerpo, que la persona convierte en expresión e instrumento suyo” (Ferrer, 2002, p. 63). Por estas razones Stein sostiene que “La oscuridad del alma que puede iluminarse permite comprender que el conocimiento de sí (en el sentido de conocimiento del alma) debe concebirse como una posesión que aumenta poco a poco” (Stein, 1994, p. 444). Así, el hombre, como ser personal y espiritual, es libre. Y esto es esencial, no accidental.
De alguna manera esta autoconfiguración personal, a la altura de 1932 en adelante, encuentra fundamento en la teoría del acto y la potencia, y revela el hecho de que se descubre existiendo el hombre en su realidad temporal y, por tanto, finita, como ser en el mundo. Por estas razones hemos indicado que el hombre es responsable de sí mismo.
Las conclusiones a las que llevará la postura steiniana respecto de la configuración personal son radicales. Argumenta Stein que “cuando el alma no logra llegar a la plenitud de su ser y de su desarrollo, es culpa de la persona” (Stein, 2003, p. 104). Dicho de otro modo, “si la persona no alcanza su ideal, la deficiencia se debe también al espíritu” y, en el mismo sentido, “cuando se desarrolla sólo un lado del carácter, la causa es una deficiencia de la actividad espiritual” (Redmond, 2005, pp. 103 y ss.).
Así pues, al igual que Max Scheler, Stein sostiene que la persona deviene en sus actos. Recordemos que para Scheler la persona “es el ejecutor de actos concretos”. Así, Stein arguye en la misma línea que en cada acción, en cada decisión, nos acercamos –o nos alejamos– de la meta que nos hemos propuesto y en función de la cual nuestras acciones y, en general, nuestra vida racional en su carácter teleológico cobra sentido. El hombre puede trabajar en la “formación de su carácter” (Stein, 2002, pp. 72 y ss.).
Cuando esta meta se pierde de vista, decimos estar desorientados, decimos que la vida no tiene sentido ni razón de ser. Pero, ¿a cuál meta nos referimos? Pues, en primer lugar, al modelo o incluso al ideal de persona al que aspiramos. Porque la persona es un ideal. Se trata de un modelo que nos ha parecido bueno y que por ello lo queremos. Queremos llegar a ser, llegar al ser. Y nuestro devenir es un paso siempre nuevo hacia ese ser que queremos, es incluso un paso siempre renovado por el ser. Por ello, cuando habla de la persona humana, Stein afirma que “él mismo está como persona libre en el centro y tiene en sus manos los mecanismos de cambio, o, más exactamente, puede tenerlos en sus manos” (Stein, 2003, p. 104).
Contrario a esta desorientación que podemos llamar existencial, Stein propone una “orientación vital original” (Stein, 1994, p. 447) que toma como punto de partida este conocimiento de sí mismo y el correlativo despliegue de las cualidades personales. Pero todo ello en razón de que no entiende la esencia del alma en el sentido de la esencia del alma en general “sino la esencia propia del alma humana individual, su modo de ser personal” (Stein, 1994, p. 446) y por ello la persona que vive desde su centro anímico es “capaz de renovarse auténticamente” (Stein, 1994, p. 446). En esta capacidad de renovación, de la que hablaba Husserl en los ensayos de 1922-23, habría que fundamentar la ética que está implícita en el concepto de persona steiniano, del cual se sigue la dimensión social de la persona. La renovación personal tiene un impacto social en el que es posible pensar la posibilidad misma de una verdadera humanidad, como creía Edmund Husserl. Sobre todo porque la persona es persona en un mundo circundante que es común y, por ello, intersubjetivo (Husserl, 2002).
Así, la libertad es constitutiva de la persona: posibilita la autorrealización del hombre como ser racional. Las decisiones que tomamos y las acciones que llevamos a cabo no sólo tienen un impacto en el mundo material o social así como en otras esferas de la realidad, a su vez posibilitan o imposibilitan la autoconfiguración personal. Además, en el hombre “sus propios actos libres […] le permiten autoconocerse” (González, 2005, p. 92).
En los actos libres la persona descubre sus cualidades; entra en lo profundo de sí mismo. Al fin de cuentas, como señala Edith Stein en la Ciencia de la cruz, “el que no es dueño absoluto de sí mismo no puede obrar sino inducido, no puede disponer de nada con absoluta libertad” (Stein, 2000, p. 205). Por ello cuando el ideal de la persona no se logra, se queda atrofiado, es una deficiencia del espíritu.
Podemos hablar, por consiguiente, de un aspecto teleológico de la antropología fenomenológica de Edith Stein, en tanto que el hombre tiene un fin que cumplir, algo que formalizar, una estructura autofinalista y esa estructura se realiza a través de los actos libres. Desde este punto “captar intelectualmente a otro espíritu, esto es, comprenderlo, implica comprender su actuación espiritual en su orientación teleológica y en su contexto racional” (Stein, 2003, p. 145). Por ello, la autoconfiguración personal en sentido ético no podría ignorar ni mucho menos transgredir el horizonte en el cual teleológicamente el otro se configura a sí mismo. Así como el yo personal se despliega hacia el bien como fin último, así me es posible comprender al otro en el despliegue de su ser a través de la empatía.
3. Elementos para una definición de la persona en Edith Stein
En La estructura de la persona humana, la filósofa define la persona como “ser libre y espiritual”, también como “un yo dueño de sí mismo y despierto” (Stein, 2003, p. 94). Es evidente, hasta ahora, que no todo yo es persona, aunque puede llegar a serlo. Sin embargo, es necesario que toda persona sea un yo. En Ser finito y ser eterno nos encontramos precisamente con esta tesis: “el yo no es necesariamente un yo personal”, por el contrario, “toda persona debe ser un yo: es decir, ser consciente de su ser propio, puesto que esta percepción se desprende del hecho de poseer razón” (Stein, 1994, p. 378).
Es a través de la analogía como podemos comprender el ser personal del hombre y la Persona de Dios, así como el paso de la una a la otra. Afirma Stein: “Dado que la libertad y la conciencia constituyen la personalidad, el espíritu puro es persona, y por cierto, en la forma más elevada de la personalidad” (Stein, 2003, p. 124). El hombre, por estar dotado de libertad y de conciencia, es persona. Esta es otra ruta de entrada a la comprensión del ser, porque si Dios es persona, ello significa, desde el punto de vista espiritual, que él es creador por su esencia espiritual, “ya que solamente la persona es capaz de crear” (Xirau, 1992, p. 52). Claro está que el espíritu se refiere en este caso a la capacidad creadora en primer lugar de Dios y, en un segundo momento, a la capacidad creadora del hombre.
La persona, por tanto, es un ser dotado de razón. Es aquel que comprende su modo de ser, da sentido y razón a lo que hace, y puede regular su comportamiento libremente, tomar decisiones en todo momento y en diversas direcciones posibles: hacia sí mismo, hacia los otros, hacia el mundo, hacia Dios. Es por tanto una persona ética. Por estas mismas acciones o características apenas señaladas, es un ser que posee entendimiento “o don de comprensión” y libertad “que es el don de informar por sí mismo el comportamiento”, pues, “si el hecho de poseer razón pertenece al ser personal, entonces la persona en cuanto tal posee también necesariamente el entendimiento y la libertad” (Stein, 1994, 378). La persona es “el yo consciente y libre” (Stein, 1994, p. 391) y, por lo tanto, es un ser espiritual.
Desde su perspectiva, muy cercana a la filosofía de santo Tomás de Aquino, el hombre forma una unidad sustancial. Con ello, Stein intenta superar el dualismo metafísico mente-cuerpo, cuerpo-alma de corte platónico-cartesiano, al considerar que el cuerpo y el alma no son sustancias distintas y separadas o que el cuerpo es la cárcel del alma, y que por alguna razón permanecen juntas en el hombre. Las discusiones acerca de la separación entre cuerpo y alma, si los procesos corporales se corresponden con los procesos anímicos, la intervención del uno sobre el otro, etcétera, le parecen descansar “en una suposición incorrecta: en la suposición de que en el hombre están unidas dos sustancias” (Stein, 2003, p. 128).
Argumenta que no es posible pensar el cuerpo separado del alma, pues un cuerpo inanimado ya no es un cuerpo vivo, sino un cuerpo material, pues “allí donde hay un cuerpo animado, existe también un alma” (Stein, 1994, p. 383). La idea del cuerpo vivo o propio, como cuerpo animado, es muy importante para la antropología fenomenológica de Edith Stein. En este sentido es justa la apreciación de González Di Pierro en la que ve en Stein desarrollos tempranos, anteriores a los de Merleau-Ponty, sobre una “fenomenología del cuerpo” (González, 2012, pp. 223-35).
En efecto, “[…] mi cuerpo es el cuerpo de un hombre y mi alma el alma de un hombre, y esto significa que son un cuerpo personal y un alma personal” (Stein, 2003, p. 101). Así pues, un cuerpo personal es “un cuerpo en el que vive un yo y que puede ser configurado por la libre actuación de un yo” (Stein, 2003, p. 101). Por consiguiente, el cuerpo aparece como instrumento de la voluntad libre, un cuerpo a través del cual el espíritu “se vale para actuar y crear”. Sin embargo, “el cuerpo no debe su espiritualidad al hecho de que es fundamento de la vida espiritual, sino al de que es expresión e instrumento de la vida del espíritu” (Stein, 2003, p. 107). Así pues, “en cuanto instrumento de mis actos, el cuerpo pertenece a la unidad de mi persona, el yo humano no es solamente un yo puro, ni únicamente un yo espiritual, sino también un yo corporal” (Stein, 1994, p. 383).
El lugar de las decisiones personales hay que buscarlo en la profundidad de la persona, esto es, en el alma que es su mundo interior y el centro de su ser. Y esto es así porque hay decisiones que se toman desde la superficie, sin la atención que de hecho requieren o simplemente porque no resultan decisivas en la formación de la personalidad; pero hay decisiones que requieren de una mayor atención.
Pues bien, la vida consciente es el camino de acceso a la vida, por decirlo así inconsciente, a la realidad escondida que puede en algunos casos hacerse consciente, pero nunca del todo. Así es como tenemos experiencia de nuestra emociones “y de nuestras acciones vitales como si surgieran de una profundidad más o menos grande. El fondo oscuro de donde se eleva toda vida espiritual humana (el alma) se presenta a la luz de la conciencia en la vida del yo, sin que llegue a ser transparente, a pesar de todo” (Stein, 1994, p. 444).
Desde el mundo interior, desde lo más profundo del alma, se hace oír la voz de la conciencia, ahora aprobando o desaprobando una acción, una llamada interior que incita al hombre a tomar determinadas decisiones, que orienta la acción y el ejercicio de la libertad a través de una noción de lo que se debe o no se debe hacer, de lo bueno o malo respectivamente. Dice Stein: “la función del alma con la que oímos esa llamada, y que aprueba o reprueba nuestros actos cuando ya han tenido lugar, o incluso mientras los estamos efectuando, recibe el nombre de conciencia” (Stein, 2003, p. 109).
Así, desde lo más hondo del alma, “el hueco exacto de nuestro ser, donde reside la verdad de nuestra vida: el lugar de nuestro infierno, que es el mismo de nuestro paraíso”4, el hombre ejerce su libertad, pues sólo en la interioridad “se capta la esencia del alma”; es el espacio desde donde el hombre sale al encuentro con lo humano. De este modo para Stein “el hombre interior es un hombre libre” y, además, “la libertad de la persona humana, aun siendo algo condicionado por su finitud[…], es algo específico de su personalidad y desempeña un papel constitutivo en el crecimiento del hombre” (Sancho, 2000, pp. 162 y ss).
De acuerdo con lo que hemos expuesto podemos hablar del alma en sentido espiritual y la relación que ésta mantiene con su núcleo, con la parte más profunda de sí misma, desde donde le brota la vida a cada instante y por la cual es fuente secreta de vida. El yo despierto se posiciona también en el acto mismo de este reconocimiento en un lugar dentro del interior de su alma y puede ir descendiendo a sus entrañas –para usar una palabra de Zambrano– esto es, desciende hasta lo más profundo de sí misma, que es su lugar más íntimo. Esta intimidad es para Stein, como veremos, el corazón entendido como centro vital. Este centro más íntimo, este centro espiritual al que el alma se recoge en su descenso es la morada de Dios.
Es evidente que Edith Stein nos encamina poco a poco hacia los terrenos sinuosos de la mística, hacia el encuentro amoroso del alma con Dios, al encuentro nupcial con Dios dentro de los márgenes de la propia libertad individual, pero todo ello, y hay que indicarlo, desde una ontología del espíritu que había querido fundamentar desde la tesis doctoral como fundamentación de las ciencias del espíritu –y como crítica a Dilthey en este contexto. Justo en esta relación del alma con Dios puede apreciarse la influencia de san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús sin dejar de mencionar al propio san Agustín de Hipona y Pseudo Dionisio Areopagita.
Esta legalidad racional está marcada por el propio entendimiento, la libertad y la voluntad del ser humano, en relación también con una cantidad determinada de fuerza interna o fuerza vital que es lo que impulsa al hombre a trabajar en determinada dirección. Pero, ¿A qué apunta ahora la idea de fuerza vital?
4. Sentimiento originario e individualidad de la persona
En Ser finito y ser eterno habla de esta fuerza vital como la “esencia misma” de este hombre concreto “que a su vez imprime su sello sobre cada característica y cada actitud del hombre, y da la clave de la estructura de su carácter” (Stein, 1994, p. 516). De ahí que haya que ver la individualidad, como señala Sancho Fermín, “no como algo procedente de la materia sino como realidad que determina la materia […] No sólo es algo teórico, sino que se conforma con la experiencia de sentimiento-conocimiento-percepción que cada hombre tiene de sí mismo” (Sancho, 2000, p. 158).
Edith fundamenta la individualidad personal desde una experiencia prefilosófica natural, es decir, desde una percepción interna: el sentimiento que tiene cada hombre de ser único e irrepetible. “Ciertamente no es una prueba, sino una indicación de que el hombre mismo se siente, como ser, un individuo irremplazable” (Stein, 1994, p. 516). ¿En qué radica este sentimiento, sino en una diferenciación personal interna y de una individualidad interna? La idea de la autoconfiguración personal y la consideración del núcleo, esto es, su cómo, su fuerza vital –todo ello en estrecha relación con el alma personal–, le permiten a Edith sostener una teoría de la identidad humana.
Con esto Stein realiza una modificación radical a la angelología tomista y la aplica a los seres humanos. Este no es un argumento ni una prueba, sino un sentimiento que brota desde lo más profundo del individuo y, por tanto, la teoría de la identidad humana descansa en una fundamentación prefilosófica natural o, si se prefiere, en un sentimiento que brota desde lo más hondo de nuestro ser. No es la reflexión la que da cuenta de la individualidad, sino la vida irreflexiva, la percepción interna. Por lo tanto, aunque el yo puro es la puerta de entrada a la vida, esta misma vida del yo es profunda y amplia y la vida consciente es solo una parte de ella. La subjetividad humana es el mundo interior de la persona y conforma el fundamento de su individualidad.
En realidad, Stein sostiene que “la diferencia esencial de individuo no es aprehensible” (Stein, 1994, p. 516). No se puede dar cuenta de la esencia del hombre porque cada hombre se configura a partir de una forma sustancial distinta, un núcleo distinto, irrepetible e irremplazable. Podemos ciertamente tener la experiencia, aunque sea aproximada, de cómo es una persona, porque existe en efecto esa estructura personal, ese núcleo que se manifiesta o exterioriza de una o de otra manera. En las cosas que hacemos queda marcado nuestro sello personal. Y esta es la razón por la cual, dice Stein, “El alma es un algo en sí: es tal y como Dios la ha puesto en el mundo: y este quid posee su naturaleza particular que imprime su marca propia a la vida entera en el curso de la cual se desenvuelve; ella es quien hace que, cuando dos hacen lo mismo, esto no sea lo mismo” (Stein, 1994, p. 455). Del mismo modo: “En su interioridad el alma experimenta lo que ella es y cómo es, de una manera oscura e inefable que le presenta el misterio de su ser en cuanto misterio, sin decírselo enteramente. Por otra parte, ella lleva en su quid la determinación de lo que debe llegar a ser: por medio de lo que recibe y de lo que hace” (Stein, 1994, p. 455).
Pues bien, la experiencia del mundo interior se fundamenta en un sentimiento originario que es, como puede anticiparse, una percepción interior –misma que ya juega un papel importante en el texto de 1916 sobre la empatía. Stein hace explícita esta tesis en sus últimos escritos, en especial en el ensayo de 1936 Ser finito y ser eterno y más tarde en la Ciencia de la cruz. Precisamente porque el pensamiento, la vida reflexiva y consciente del sujeto no revela nada del alma y sus propiedades, es un sentimiento el que da cuenta del alma individual como hemos apuntado arriba. En este sentimiento, en esta experiencia prefilosófica natural, cada hombre se siento único en su especie.
No se trata de una prueba o de un argumento, sino de un sentimiento, esto es, una percepción interior. Por su naturaleza y profundidad es una experiencia original.
Así pues, no es la razón teórica la que da cuenta del alma y sus profundidades, así como del núcleo de la persona y la individualidad que ella constituye, sino un sentimiento que tiene su raíz, su lugar, en el corazón. A mí me parece que Stein se posiciona en este aspecto en los terrenos de la razón estimativa. Es la experiencia original, la originalidad del alma que se siente desde dentro, que viene de las profundidades y que tiene algo de misterioso y de sagrado. En esta orientación Stein llega a decir que es desde la interioridad desde donde el alma se experimenta a sí misma, “experimenta lo que ella es y cómo es” si bien se trata de una experiencia “oscura e inefable que le presenta el misterio su ser en cuanto misterio” (Stein, 1994, p. 455).
En esta realidad profunda Stein identifica el núcleo de la persona y por tanto el propio fundamento del hombre. Al recuperar el alma, el hombre como totalidad toma sentido y se comprende. En el conocimiento del alma, al descubrir sus cualidades y conquistarla por medio de su libertad, el hombre encuentra su propia orientación vital. Y esta es la razón por la cual la antropología fenomenológica y personalista de Edith Stein representa un importante modelo antropológico que hace frente a la crisis y a la desorientación del hombre actual. Porque en el fondo es esta realidad profunda la parte más íntima de la persona, el centro a partir del cual todas las dimensiones de la vida humana cobran sentido y razón de ser. En esta interioridad, la vida humana se justifica a sí misma en su despliegue En su última obra, la Ciencia de la cruz, Stein volvió sobre el problema y apuntó que “Toda alma tiene una parte más íntima cuya esencia es su vida”. Además, esta parte más íntima, sostuvo, “es la morada de Dios y el lugar donde se realiza la unión del alma con El” (Stein, 2000, pp. 201 y ss.). Allí mismo relacionó la vida profunda del alma, el mundo interior, con los pensamientos del corazón. Dijo que el alma posee una experiencia de sí misma, entendiendo por experiencia un tipo de conocimiento espiritual que no tiene punto de comparación con el conocimiento racional, porque no se deja “captar conceptualmente” ni “traducir en palabras” (Stein, 1994, p. 455).
Por ello los llamó “pensamientos del corazón” porque, dada su argumentación, el hombre también “piensa con el corazón” (Stein, 1994, p. 451). Y por ello concluyó que el corazón “es el verdadero centro vital”, en el sentido de que el corazón comprende el órgano corporal que designa la interioridad del alma. Estos pensamientos del corazón y esta profundidad del alma sólo nos son accesibles en la percepción interior entendida como un estado de conciencia mucho más primitiva y, mucho más originaria, sin embargo, oscura.
Los pensamientos del corazón no son pensamientos en el sentido corriente, no se trata de conceptos bien delimitados, coordinados e inteligibles del entendimiento que piensa. Antes que lleguen a convertirse en tales, han de atravesar diversos estratos de formación. Ante todo, han de brotar del corazón. Después llegan a un primer umbral en el que se hacen perceptibles.
Esta percepción es una manera de conciencia mucho más primitiva que el conocimiento intelectual. Le falta la claridad del puro conocimiento intelectual y, por otra parte, es más rica que él (Stein, 2000, p. 202).
Así, desde el punto de vista de la realidad humana son las palabras del corazón las que le dicen a cada uno lo que es y cómo es como individuo humano concreto y personal. El núcleo del alma es el centro de la subjetividad, el centro del alma y, por lo mismo, el fundamento de la identidad personal, la sede del padecer y al mismo tiempo la morada de Dios. En otros lugares, Stein desarrolla otras perspectivas sobre el tema desde la fe y, más allá, desde la mística, y allí recupera las tesis de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz. Pero aquí no vamos a desarrollar estos temas.
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