Hoy 25 de junio de 2024, los venezolanos hemos amanecido con la buena noticia de que el Papa Francisco "ya firmó" para canonizar al Beato José Gregorio Hernández.
A través de un vídeo que pronto se viralizó podemos escuchar de la voz del pontífice: "Voy a canonizar al médico (...) no se cuando, pero ya firmé".
Desde su muerte, ocurrida el 29 de junio de 1919, a José Gregorio Hernández se le ha descrito como un hombre excepcional que decidió compartir la mayor parte de su vida terrenal con los más desposeídos hasta de la gracia de Dios.
La vida, las buenas acciones y los milagros de José Gregorio Hernández han trascendido a lo largo de los años, generación tras generación. Historias y relatos del doctor dan muestra de que fue “el médico del pueblo”, pero también el de todos.
El 26 de octubre de 1864, el pequeño pueblo de Isnotú, en el estado Trujillo, vio nacer a José Gregorio Hernández.
Para su paisano, José Francisco González Cruz, fue un profesional de la medicina entregado a servir a quienes no tenían nada para curarse, “solo la Fe en el Siervo de Dios”.
Una nota curiosa de su personalidad se destaca en la cronología que escribió el propio José Francisco y que bautizó como “Camino a la Santidad”. Y es que en sus primeros años caraqueños, José Gregorio se enamoró de una muchacha que al final no le correspondió.
Luego —y quizá por intercesión divina—, el doctor Hernández fue creciendo en sus otras pasiones como el amor a Dios por encima de todas las cosas; por su familia, una humilde y sencilla que forjaron sus padres campesinos llegados de la Barinas rural a un Isnotú también golpeado por la pobreza.
José Francisco González Cruz regala otra revelación como si hubiese conocido de fama y trato a José Gregorio.
“Él se preparó para servir. Fue bondadoso y servicial. Pero una cosa es ser bondadoso y otra servicial. José Gregorio se preparó para prestar un servicio más eficaz en esa bondad”, refirió.
González Cruz dice también del médico: “Él tenía una filosofía de la vida, él decía que los venezolanos debíamos tener una filosofía de vida para estar al servicio de los demás”.
Pero ¿de dónde sacó José Gregorio ese mundo de virtudes? Se pregunta González Cruz, que aunque no conoció en vida, parece haber sido amigo del médico.
Puede que la respuesta a la interrogante venga desde antes de que existiera el médico, del seno familiar, el seno materno, desde la misma gestación.
Aún cuando no existen abundantes detalles del carácter de su madre, una campesina del llanero Barinas rural, puede inferirse que José Gregorio recibía los arrullos de su progenitora, Josefa Antonia Cisneros, cuando estaba en su vientre.
Esa transmisión “osmótica” podría haber influido en su desarrollo personal posterior las virtudes de la humildad, el servicio, la comprensión y la justicia, “porque su mamá, después de terminar sus oficios de la casa, se dedicaba ayudar a todo el que podía, hacía obras sociales”.
También en la conformación de su personalidad intervino lo geográfico y lo sociológico de la época su pueblo de Isnotú, que está “recostado a las faldas de la Sierra del norte de La Culata, proveniente de Mérida hacia Trujillo y frente al Lago de Maracaibo, en una especie de meseta”, un elemento que apunta el biógrafo como signo de un amplio horizonte que José Gregorio supo visualizar desde pequeño.
Bajo este “nido” familiar, el futuro médico cultivó otras virtudes como el trabajo constante y persevante, la unión familiar y fraternal, el cariño a los demás, la solidaridad y “una Fe muy auténtica en Dios”.
Asimismo en ese hogar, pleno de virtudes cristianas, aprendió a leer, a querer la naturaleza y a ser muy creativo. Estuvo en la escuela de un náufrago zuliano, Pedro Celestino Sánchez, “quien le empezó a llenar la cabeza de todas esas leyendas, cuentos y anécdotas de hombres de mar”.
Desde esa forma de ser y pensar, se formó como médico.
Fue una inclinación “natural” que mostró desde pequeño, pero no como cualquier médico. “Se formó en bacteriología y enfermedades endémicas y ejerció la medicina”, remarcando que se preparó “para atender a sus enfermos”.
Esta vocación de servicio la cultivó José Gregorio Hernández cumpliendo un itinerario, una disciplina personal que le valió hasta para los momentos más difíciles de su vida.
En la mañana se levantaba para ir a misa “y luego visitaba a sus enfermos, regresaba a su casa, tomaba un descanso breve, se iba para la universidad a formar nuevos médicos, nuevos servidores de la salud y formó una escuela”, indicó González Cruz.
Hay un episodio en su vida como médico que es ineludible no mencionar. En octubre de 1918 llegó al país la pandemia de gripe española que causó la muerte de más de cuarenta millones de personas en el mundo.
Los apuntes históricos señalan que en Venezuela habrían muerto unas 80 mil personas, de las cuales más de 1.500 fueron en Caracas.
El Dr. José Gregorio Hernández recién llegaba de actualizar sus estudios de Embriología e Histología en Nueva York y en Madrid, y se incorporó al intenso trabajo de la emergencia. Se crearon juntas de socorro, comisiones para cada parroquia y seis hospitales de aislamiento.
La Junta de Socorro Nacional quedó encargada de coordinar toda la lucha contra la epidemia y fue conformada por el arzobispo Mons. Felipe Rincón González, Vicente Lecuna, Santiago Vegas, Dr. Francisco, Antonio Risquez, Dr. Rafael Requena y coordinada por el Dr. Luis Razetti, todos amigos y colegas del Dr. Hernández, quien se integró como uno de los más activos luchadores.
En cuanto a la labor “docente” de José Gregorio también se destacó una virtud inigualable en su currículo de vida. González Cruz relató que “con sus estudiantes transformó la medicina, la investigación en Venezuela”.
José Gregorio Hernández sobresalió como introductor de la medicina científica, basada en la investigación, como profesor de varias materias novedosas en la carrera de medicina de la Universidad Central de Venezuela, Histología Normal y Patológica, Fisiología Experimental y Bacteriología.
Se dice que la situación de la salud pública mejoró desde la introducción de la medicina científica por el joven médico a su regreso de París en 1891.
La tuberculosis, la disentería, el tifus, la fiebre amarilla, la peste bubónica, la bilharzia, la leishmaniasis visceral, eran frecuentes y a veces endémicas, sobre todo en los campos.
Hernández inició la investigación bacteriológica y parasitológica en el Instituto fundado por él y enseñó a jóvenes discípulos, como el bachiller Rafael Rangel, a explorar ese camino.
La investigación siguió el modelo dominante de la época, constituido por el Instituto Pasteur y que operó en un centro profesionales que combinaban la producción, el servicio de diagnóstico y la investigación y de donde se enviaron “misiones al exterior para obtener material o realizar estudios de campo”.
En aquella época, el médico José Gregorio reemplazó —momentáneamente— su costumbre de visitar a pie a los pacientes y utilizó durante 22 días un automóvil con chofer para dar mayor alcance a su trabajo.
Los miembros de la Academia Nacional de Medicina, ante la proliferación de noticias falsas y remedios inútiles, publicaron una declaración oficial explicando en qué consistía la enfermedad y cuáles eran los tratamientos más convenientes.
Es por esto que los doctores José Gregorio Hernández y Luis Razetti declararon públicamente que lo que estaba matando a tanta gente no era la gripe propiamente dicha, sino el estado de absoluta pobreza y miseria en que vivían la mayoría de los venezolanos, mal alimentados y con escasas o ningunas condiciones de higiene, muchos con padecimientos crónicos de paludismo y tuberculosis.
En diciembre de 1918 la gripe, luego de sus estragos, se fue como había llegado.
Además de conocerse a José Gregorio Hernández como un religioso a carta cabal y un académico, González Cruz lo describe como a alguien que disfrutaba la vida, “le gustaba tocar música, leer, escribir, contemplar la belleza”.
También era buen bailarín. “Le gustaba bailar mucho, iba a la retreta de la plaza Bolívar de Caracas”, tampoco se perdía la oportunidad de asistir a cuanta fiesta le invitaban. Se dice que era tal su nivel en el arte de bailar que las muchachas se peleaban por danzar con él.
José Gregorio era un hombre elegante. Aprendió a confeccionar sus propios trajes. Pero esta cualidad no reñía, para nada, con su dedicación a sus enfermos “Y de la misma manera trataba a los de la universidad, a los intelectuales, fue un personaje muy auténtico”, sentenció con benevolencia el escritor.
Es costumbre en el imaginario de la “religiosidad culta” que quienes van encaminados a la santidad eclesial son reconocidos como unos personajes “angelicales” y hasta extrañados del mundo. Fue José Gregorio, el primer beato laico, quien rompió con ese paradigma por su sencillez y don de persona.
Prescindiendo de las estadísticas o datos oficiales es posible decir que el médico nacido en Isnotú es uno de los personajes más queridos en la historia de Venezuela, los altares levantados en su nombre están en casi todos lados, así como también monumentos con su figura, además de templos y hospitales.
El nombre de José Gregorio Hernández fue puesto a la orden de la Iglesia católica con el calificativo del “médico de los pobres”, no obstante su don de empatía y su modo de vivir en valores hicieron que trascendiera las barreras de las clases sociales para convertirse en el “médico de todos”, cuando luego de 102 años el mundo vivió otra pandemia.
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