La
cruz de los divorciados no casados de nuevo
Una
realidad cada vez más tangible son aquellas parejas que por distintos motivos
se separan y divorcian. En esta realidad hablaremos del cónyuge que ha padecido
el divorcio sin contraer nuevas nupcias civiles.
La
invitación de la Iglesia, como madre, al
divorciado que ha padecido del divorcio, que se mantenga en la fidelidad
conyugal. Aún cuando es un proceso doloroso, a medida que se va comprendiendo
esta nueva realidad, las fuerzas van llegando, algunas del mismo amor de Dios,
otras a través del acompañamiento que la Iglesia como madre debe brindar, y
otras fuerzas que se van adquiriendo por la propia voluntad. Estas fuerzas
deben enfocarse en comprender que una separación no rompe el vínculo conyugal,
y menos la responsabilidad adquirida en la educación cristiana de los hijos y
diversas responsabilidades de la vida cristiana. Estos hermanos que pasan por
la difícil cruz de la separación merecen plena estima y deben poder contar con
la sincera solidaridad de los hermanos en la fe.
El
hecho de que, habiendo quedado forzosamente solo, no se deja implicar en un
nuevo matrimonio civil, puede convertirse en un precioso testimonio del amor
absolutamente fiel a Dios, dado por la gracia del sacramento del matrimonio: su
vida serena y fuerte puede sostener y ayudar a los hermanos en la fe tentados a
faltar gravemente a su vínculo matrimonial.
No
existen problemas particulares para la admisión a los sacramentos: el haber
sencillamente sufrido el divorcio no constituye culpa, significa haber recibido
una violencia y una humillación, que hacen más necesario, por parte de la
Iglesia, el testimonio de su amor y ayuda hacia estos hijos.
El
cónyuge que ha pedido y obtenido el divorcio sin casarse de nuevo
posteriormente, podría recibir de la Iglesia, su madre, la ayuda necesaria, siempre
abierto a la posibilidad de una eventual reanudación de la convivencia
conyugal, como la superación de distintas tentaciones o lejanía de la comunidad
de bautizados.
La
situación de quien ha solicitado el divorcio, aun cuando no se haya casado de nuevo,
de por sí hace imposible la recepción de los sacramentos, a no ser que se
arrepienta sinceramente y concretamente repare el mal realizado.
De no
poderse reparar la convivencia conyugal, el divorciado debe poner en
conocimiento del sacerdote que él, a pesar de haber obtenido el divorcio civil,
se considera verdaderamente unido ante Dios por el vínculo matrimonial y que
vive separado por motivos moralmente válidos, en especial por la inoportunidad
o imposibilidad de una reanudación de la convivencia conyugal.
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