Desde
la doctrina bíblica
En
nuestros días, vemos el resultado de grandes cambios desde la gran familia patriarcal
a la familia en la que los esposos son compañeros. Un resultado donde se han
ido fortaleciendo el carácter personal sobre las funciones culturales del
pasado. Este cambio sociológico nos enseña que no es lícito desarrollar una
imagen bíblica de la familia sin salvar las diferencias culturales y de época
de la misma. A esto se añade que la Escritura habla más bien de clan, tribu y
matrimonio que de familia. La teología de la familia como comunidad de
esperanza habrá de partir de la doctrina bíblica sobre el matrimonio y la
comunidad.
La
familia sana fomenta las categorías originarias del amor: en el amor entre los
padres; en el amor de los padres al hijo, ese inclinarse creador, protector,
desinteresado, comprensivo; en el amor de los hijos a los padres, esa confianza
que lo espera todo y que sin preguntar nada se sabe dependiente y segura; en el
amor entre hermanos, la solidaridad originaria y abandonada del convivir, que
conserva la personalidad de cada uno de los integrantes (cfr. Holzherr, Myterium
Salutis, tomo II, pág 597).
La
familia, sin lugar a dudas, estaba presente el proyecto original, cuando Dios
creó el cielo y la tierra. Dios deseaba que el hombre viviera en un jardín, un
edén o paraíso (Gn 2, 5-9). Y durante siglos fue preparando la tierra, para
entregarla al cuidado y en provecho del hombre (Gn 2, 15). Y cuando Él lo
dispuso mostró todo su arte en la pareja humana. Para el hombre y la mujer eran
todas las cosas. Por eso el día en que tomó barro entre sus dedos para modelar
la figura humana, Dios dejó fluir todo su amor y todas sus emociones. La pareja
humana es la obra de arte más hermosa del Padre Dios (cfr. Gn 2, 18-25).
En la
pareja humana Dios fundó la familia como comunidad de esperanza para toda su
creación…
En una familia estaba ya establecido, en la libertad de Dios, que
nacería la salvación para todo lo creado. Nacería el niño Jesús, el niño Dios.
Podemos señalar a lo largo del Antiguo Testamento
cinco características de esta Comunidad de Esperanza:
Belleza. La belleza es una cualidad de Dios presente en la familia. Se presenta
en el Cantar de los Cantares 8, 11: “Salomón tenía una viña en Baal hamón”. La
viña podemos tomarla como imagen de la familia en su unión esponsal, que desde
su dimensión escatológica se traduce en el amor de la Iglesia con su creador.
Una familia cuya belleza deja enamorado al Creador… La viña no existía: La ha
plantado Él en terreno propicio. Ésta es una constante del género: cuando en
vez de viña se diga ciudad, se dirá la “ha construido Él”. A la vez autor y
enamorado.
En el
Cantar de los Cantares la amada es una viña o huerto, y Él es invitado a comer
de sus frutos exquisitos (Ct 4, 16). Es huerto protegido por una tapia y
cerrado; su riego está asegurado por un pozo central… La belleza de la familia
parte del amor humano entre un hombre y una mujer, que desean unir sus fuerzas
para formar una Iglesia doméstica. La belleza es para la contemplación… una
contemplación como búsqueda y disfrute de la revelación del amor.
Unidad.
La unicidad en la diversidad
es otro aspecto que encontramos en Dios y está presente en la familia. A pesar
que nuestra familia está integrada por varias personas distintas todos juntos
conformamos una sola identidad que hace que mis padres, hermanos, esposa o
esposo e hijos, levantemos un sólo árbol genealógico, que se mantiene vivo por
lazos muy fuertes de amor. Así podemos leerlo en Lv 18, donde la legislación
del pueblo escogido tiene presente esa “gran familia”. Como unidad social, la
familia cuenta en el censo y puede ser responsable en bloque (Nm 16; Jos 7). La
familia en unidad es receptora del lote o heredad (para las Sagradas Escritura
este lote está representado en la tierra ocupada). Es la unidad familiar la que
garantiza la transmisión del nombre (identidad del grupo) y a veces el oficio.
La familia es la unidad cúltica de la fiesta de Pascua.
Maestría.
Es propio de la familia el
papel de “maestra”. Especialmente en relación con la educación de los hijos,
como lo podemos leer en Proverbio 1, 8: “Hijo mío, escucha la corrección de tu
padre, no rechaces las instrucciones de tu madre”. La corrección que recibimos
en la familia es faro que nos guiará siempre en momentos de oscuridad: “Hijo
mío, guarda los consejos de tu padre, no rechaces las instrucciones de tu
madre. Llévalos siempre atados en el corazón y cuélgatelos al cuello: cuando
camines, te guiarán, cuando descanses, te guardarán; cuando despiertes, te
hablarán” (Prov 6, 20-23).
Fidelidad. Es la voluntad del amor de Dios que su familia le sea fiel. La familia de
Dios está representada en Jerusalén, su pueblo amado. Pero la historia de
salvación está llena de infidelidades y manchas producto del pecado… Pero la
fidelidad siempre se manifiesta en el amor de Dios, que sale a la búsqueda de
su pueblo para extender su mano misericordiosa… Dios que es amor nos pide que
como familia oremos juntos para no caer en la idolatría o prostitución con
falsos dioses, y mantenernos siempre en Él. Recordemos el texto de Oseas 2,
16-18: “Por tanto, voy a seducirla llevándomela al desierto y hablándole al
corazón… Allí me responderá como en su juventud, como cuando salió de Egipto.
Aquel día me llamarás esposo mío, ya no me llamarás ídolo mío.”
Fecundidad.
Dios nos ha llamado a ser
fecundos y no estériles. La familia debe ser sinónimo de vida y esta debe ser
abundante y de calidad. Nuestra familia es “Comunidad de Esperanza” en cuanto
sea capaz de brindar vida en los espacios en que se promueve la muerte, como
por ejemplo el aborto o las guerras. Para el Antiguo Testamento la felicidad en la familia se amplía por la
mayor cantidad posible de hijos (Gen 24, 60; Sal 127). El prestigio de la madre
crece con el número de sus hijos. Tener fecundidad para el antiguo Israel es
tener la bendición de Dios.
Dios
por tanto bendice el engendrar y dar a luz como actos, la maternidad y
paternidad como estado. Dios bendice el nacimiento de cada niño. El tema de la
maternidad domina la escena del Antiguo Testamento. A pesar de la primacía de
los textos al varón, es llamativo que el papel de las figuras femeninas
destaquen tan imperiosamente, como el grito triunfal de Eva, las hijas de Lot,
Sara, Rebeca, Lía y Raquel, Tamar, Ana, Noemí y Rut, la hija de Jefté.
La
madre, de ordinario, de ordinario representada por Jerusalén, cobra más
relieve. Hay que escuchar el gozo de la maternidad sobre el fondo de la
tragedia, que puede ser esterilidad o dar a luz en vano o perder los hijos: Jr
31; Is 49; Bar 4. Se pueden añadir “las preñadas y paridas” de Jr 31, el parto
anunciado en Miq 5, el parto prodigioso de la tierra madre en Is 26, de
Jerusalén en Is 66.
La
expresión de la familia como “Comunidad de Esperanza”, en el Nuevo Testamento,
tiene su máxima representación en la propia familia de Jesús, en el hogar santo
de Nazaret.
Jesús y la familia
La
familia judía tenía una importancia decisiva en la vida religiosa del pueblo y
constituía el lugar de verificación de su propia identidad. A ella estaban
unidos la alianza, el sacrificio, la circuncisión, las bendiciones divinas, y
sobre todo la pascua. En tiempos de Jesús, la familia seguía siendo el lugar de
las principales manifestaciones del culto judío: la pascua se celebraba en el
templo y en Jerusalén, pero también en familia, como memoria de la liberación
de la esclavitud de Egipto; las comidas sobre todo las del sábado, mantenían su
carácter religioso y sagrado, de agradecimiento a Dios creador por sus dones, y
de fraternidad; la misma oración de la mañana y de la tarde era un elemento
esencial del culto familiar que así confesaba su fe en Dios y pedía perdón de
sus pecados; también los diversos ritos domésticos, como el encendido de la
lámpara de la tarde, o la celebración de los momentos claves de la vida
(esponsales, matrimonio) y las costumbres familiares que acompañaban a las
grandes fiestas (tabernáculos, año nuevo, expiación…). En esa rica tradición
familiar se nutrió Jesús, quien, lejos de rechazar esos ritos familiares
judíos, los asumió y los purificó de formalismos y convencionalismos
circunstanciales, abriéndoles a un horizonte mayor.
La familia en la experiencia personal de Jesús
La
experiencia personal de Jesús parte de los años vividos en el hogar de Nazaret,
junto a sus padres, María y José. Allí experimentó personalmente lo que
significa la familia humana, vivida intensamente como taller de hombres, como
escuela de valores y como hogar. Esta experiencia vivencial se iría
enriqueciendo desde la perspectiva de la misión y el servicio al Reino de Dios.
Todo lo que Jesús enseña lo vive en persona. Su misión es “preocuparse de las
cosas del Padre” (Lc 2, 49). En Caná reprocha a su propia Madre al plantearle
un problema, aparentemente, al margen de los intereses del Reino (Jn 2). Enseña
que su familia de carne y sangre ha sido superada por una familia mayor: “¿Quienes
son mi padre y mi madre, mis hermanos?” (Mt 12, 46). A quien felicita a María
por ser madre, “Bienaventurados los pechos que te alimentaron”, le responde: “No,
bienaventurados más bien aquellos que escuchan la palabra y la practican” (Lc
11, 27-28). Advierte que muchas veces la fidelidad al Reino generará conflictos
en el seno familiar: “Yo vine a separar al hijo del padre, a la hija de su
madre, a la nuera de su suegra”, lo que significa a veces, los enemigos del
discípulo serán sus propios parientes (Mt 10, 35-36).
La familia en la acción ministerial de Jesús
Jesús
cumplía los ritos de purificación en familia. Subía al templo a celebrar la
Pascua pero también celebraba en familia. Aceptaba invitaciones a comer en
diversas viviendas familiares. Muchas de sus predicaciones, bendiciones y
curaciones fueron realizadas en el marco de un hogar, de una familia. Por
ejemplo el primer milagro en Caná, el llamado a la conversión de Zaqueo, la
amistad con la familia de su amigo Lázaro, la predicación en casa de un fariseo
cuando critica la exterioridad y anuncia el Reino y, finalmente, la cena de la
nueva Pascua en víspera de su Pasión. En todas partes aparece, de una forma u
otra, el contexto familiar.
La familia en la predicación de Jesús
La
enseñanza de Jesús sobre la familia se situaba casi siempre en la perspectiva
del Reino.
El
Reino-Reinado de Dios tiene sus exigencias: lo acogen quienes reconocen a Dios
como padre y quieren sentirse hermanos de todas las criaturas en la perspectiva
de una gran familia. Es obvio que, en la perspectiva de ese reino, la familia
tiene una tarea: ya no vale el “me casé,
déjame ir a…” (Lc 14, 20). La familia ha de entender que su vocación la supera
y trasciende, que su realidad no puede encerrarse entre las cuatro paredes e
una casa. Hay que dejar que los “muertos entierren a sus muertos” (Lc 9, 59),
pues los valores e intereses del Reino priman muchas veces sobre los
exclusivamente familiares. Hay que amar a Cristo más que al hermano, a la
esposa, al esposo (Mt 10, 37-39). La pasión por el Reino desborda el amor
familiar, que aunque válido e importante no es suficiente, pues debe
trascenderse a sí mismo de cara al Reino que Cristo quiere instaurar.
Si se
vive el matrimonio como sacramento, la familia se convierte en un templo, y lo
que pasa entre marido y mujer es obra también del Espíritu de Jesús.
Jesús
no desprecia la familia, al contrario, la valora mucho y la supone como base
para la formación de una familia más grande. El reino que Él trae es un
proyecto universal donde la familia está presente en esa misma dinámica
salvadora.
Jesús ve en la familia una “Comunidad de Esperanza”
Desde
la perspectiva de la misión de Jesús, el proyecto de la familia cristiana, como
el de toda la Iglesia, es construir la unidad, hacer la comunión, “reunir a los
hijos dispersos”; pero la familia debe realizar esa misión desde su
peculiaridad, básicamente, a través del amor recíproco que sacramentaliza una “Comunidad
de Esperanza” dinamizada por el amor de Dios. Por eso cada familia en esta
tierra tiene una belleza original. En cada familia habita el mismo Dios, como
en el más hermoso templo. A cada familia Dios la ama intensamente. Él es el
Padre de todos y de cada uno de los que formamos la humanidad, es decir, la
familia de Dios.
¿La
Esperanza qué nos ofrece?
Que
vivamos en una tierra llena de colores y armonía. Que vivamos en el amor de
unos con otros (Mc, 12, 31). Que experimentemos todos los días que Dios nos ama
como a hijos, que nos cuida más que a los pájaros y que nos viste más
hermosamente que a las flores; que nos conoce tanto que hasta los cabellos de
la cabeza Él nos ha contado y que Él nos escucha hasta en el silencio de
nuestra habitación sin necesidad de llenarle los oídos con palabras (Lc 12,
24-28). Dios nos creó para que llegáramos a ser como Él y amar como se ama la
Santa Trinidad.
Poder
decir “Padre” a Dios nos hace parte de su familia, es algo emocionante (Cfr. Mt
6, 9). Nos hace vivir de un modo nuevo nuestra relación con Él. Nos hace poner
en Él nuestros sueños y proyectos, sin temores ni recelos. A nuestro Dios
simplemente le entregamos la vida entera, cada día y cada hora. Somos sus
hijos. Él es nuestro Padre. Y los hombres son nuestros hermanos. Todos juntos
una misma familia, Comunidad de Esperanza.
Para la reflexión:
¿Cuáles son los signos de
esperanza que tú percibes en el mundo?
Ronald Rivera
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