sábado, 19 de marzo de 2022

Voces del Pueblo de Dios sobre la Sinodalidad




    "Creo que la Sinodalidad es un volver empezar. Es volver a la Iglesia que fundó Cristo.  Un Iglesia dinámica, que contagie el evangelio desde el ejemplo personal y desde la pequeña Iglesia que es la familia. Esto pareciera una utopía estando hoy tan devaluados la familia y el matrimonio, pero creo que tenemos que intentar ser más participativos en la evangelización. Muchas veces nuestro silencio cómodo deja que los fieles se formen falsos conceptos y, en su ignorancia, terminan alejándose de la Iglesia. Ante el error, tenemos que echar luz, aún a riesgo de ser "políticamente incorrectos". No nos tiene que dar vergüenza evangelizar, echar luz en las tinieblas, corregir errores, hablar de Dios. Muchas veces, por quedar bien con el entorno, quedamos mal con Cristo. Hagamos lo que se dice en San Mateo Capítulo 10."

Walter Ariel Ledesma, laico de Argentina.


    "El camino al que estamos llamado, es un caminar entre hermanos, capaz de hacernos a todos unidos en un sólo camino andado. La Sinodalidad nace con la conversión personal, una mirada profunda en lo más íntimo de nuestro ser, que nos lleva a ser personas capaces de amar profundamente al otro, en su esencia como hijo o hija de Dios. 

La Iglesia, nuestra amada Iglesia hoy requiere de nuestra Conversión personal y pastoral, y así hacer de la Iglesia una comunidad de amor fraterno donde todos somos iguales y dignos."   

Roxanne Friebus, laica Venezuela.


Anotaciones sobre la sinodalidad

Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón.

GS 1


"He querido iniciar estas líneas recordando un texto de sobra conocido, que no solo ha sido citado en multitud de ocasiones, sino que da nombre a la Constitución Dogmática Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II. Me explico. 

    Si se hace el recorrido desde los años juveniles de Angelo Giuseppe Roncalli, futuro papa Juan XXIII, el encuentro con el obispo de Bérgamo, Mons. Giacomo Maria Radini-Tedeschi, debió marcarlo. De por sí era un obispo “extraño”, muy cercano al sufrimiento de las clases proletarias y que favoreció la creación de sindicatos católicos. Con todo, el texto conciliar, conocido por mí en mis años de seminario, se asemejaba a la experiencia de Moisés ante la zarza ardiente: si no fuera por la teofanía ante la Zarza ardiente (Ex. 3,7ss), Moisés no se habría acordado de los gritos de su pueblo, que conocía por su estadía en Egipto, y que estaban subiendo hasta Dios, que los veía. La cita conciliar corría el riesgo de ser interpretada como la Iglesia dialógicamente opuesta y contemplativa de “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren” y, por lo tanto, la Iglesia identificada con la jerarquía y, en concreto, con los padres conciliares. Sigue una apropiación interesante, cuando dice “son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”.

Como digo, en aquellos años la lectura del texto se podía interpretar, erróneamente, como que la Iglesia, conformada por sus representantes oficiales (que podía incluir cuanto más hasta la vida consagrada), levantaban la cabeza por encima del alzacuellos, y girarla para oír, desde lo alto, lo que ocurría en la historia del mundo. Con la duda de si, además de oír, llegaban a ver.

Podrá considerarse lo anterior como un buen recurso literario para ganar la atención de los lectores. Sin embargo, ahí está la experiencia postconciliar con los tiras y aflojas no solo entre versiones dialécticas de la fe, como en algún momento pudieron ser los “sacerdotes por el socialismo”, sino entre vertientes más evangélicas, aunque no exentas de representar objetivos suculentos para las izquierdas revolucionarias, como lo fueron tanto la opción por los pobres de Medellín como la naciente experiencia de las CEBs. Al final lo que sí resulta importante es el largo camino que ha hecho (y está haciendo) la Iglesia para que sea comunidad de bautizados y, además, que los bautizados tengan voz, sin necesidad de pertenecer a alguno de los órdenes sacramentales. Presumo que el lugar donde los laicos tenían voz en siglos pasados serían los confesionarios. Por lo que los buenos confesores, no los que despachan absoluciones, podrían haber afinado el oído a los sufrimientos de la gente. Esto y cuando impartían la unción de los enfermos.

Lejos están ya los días del Vaticano II. Pero no solo en el pasado, sino en el futuro, que esperamos menos distante. Si bien palabras como “hombres” se usarían en estos momentos con mayor tacto, sin negar sospechas sobre si esas querían referirse a la humanidad y no a un grupo sexual. Para llegar a este momento, además de la crisis enfrentada por Pablo VI, hizo falta una figura de tanto arrastre como Juan Pablo II. Fuera de los círculos de personas interesadas en la formación teológica, cierta difusión incluso a través de cadenas de comunicación como EWTN han podido contribuir para llegar a este momento. Sin negar la experiencia de corresponsabilidad en eso que Puebla llamaba “comunión y participación”, y que animaron la evangelización en amplios sectores populares de América Latina (que es la experiencia que más conozco).

Otro de los giros importantes está en la preocupación no solo en la aplicación de la teología conciliar, sino un traslado de acentos de una teología más centrada en lo ontológico (y dogmático) a lo histórico, si bien en ocasiones lo histórico haya sido entendido dentro de los grandes paradigmas de Hegel o Marx. El sujeto de la sinodalidad, quien debe cruzar el Jordán, es la Iglesia, comunidad de bautizados, no en el sentido abstracto y declarativo sino concreto y predicativo: esta Iglesia, con este pasado, estos conflictos, en este lugar y con este entorno. Ya por aquí se evidencia un aporte y enriquecimiento para la teología, en su desafío por la historia: no es la historia es su abstracción (necesaria para tener visiones de síntesis), enmarcadas dentro de filosofías de la historia, sino el devenir de estos sujetos de esta o estas parroquias, de esta o estas diócesis.

Aquí hay un elemento también a valorar. En ocasiones algunas teologías se hicieron muy dependientes de los aportes de las ciencias sociales, quizás mostrándose ingenuas ante sus limitaciones metodológicas o presupuestos filosóficos (que siempre deben considerarse en cualquier proceso científico). Podía recogerse los datos de estos aportes, considerándolas como mediaciones, cuando, sin negar inclusive la necesidad de investigaciones y la importancia de sus conclusiones, la capacidad de escucha de la comunidad, de la que hablan los estudios, no puede relegarse. Bien lo plantea el documento de Aparecida (DCA 19), cuando establece “mirada de los discípulos misioneros sobre la realidad” (DCA 33) y no simplemente marco socioanalítica o, como podía suponerse de Puebla cuando decía “visión de la realidad” (P 2 y 15ss), sin que se leyese con el número que la visión es de pastores (P 2) . El creyente hace una ponderación de la realidad no solo a partir de los datos suministrados por las ciencias sociales sino por su cosmovisión.

Así que nos movemos del sínodo a la sinodalidad, en este caso como una dimensión constitutiva de la Iglesia. Siempre en el sentido concreto tanto de espacio como de tiempo, con procesos trasformadores no solo a nivel de conversión, sino de estructuras eclesiales. Por tanto y por supuesto, la dimensión jerárquica de la Iglesia no queda demolida sino reinterpretada, con un tipo que parece de mayor cercanía al Evangelio, pero sin negar las propias responsabilidades. Ya lo ha aclarado el papa Francisco, no se trata de un parlamentarismo1, por lo que el proceso es de discernimiento, de escucha y de oración. Pero tampoco, por mucha fuerza que se le dote a la comunidad, los pastores pueden prescindir del vértigo y responsabilidad, ya resaltada por san Agustín, de ser quienes, en última instancia, deben asumir las consecuencias de las decisiones. Así como no se puede esconder las inseguridades detrás de una experiencia gregaria, tampoco se puede escurrir la responsabilidad bajo la premisa de que fue una decisión de la mayoría parroquial o diocesana (entiendo no el actual proceso hacia el Sínodo de la Sinodalidad, sino en cuanto a dinámica permanente que debe persistir en las comunidades eclesiales).

Me gustaría hacer una especie de precisión terminológica. Espero no parecer arrogante y me escudo en las propias reflexiones de la Comisión Teológica Internacional2. El Papa ha dicho que sínodo significa “caminar juntos”3. Me parece que es inexacto, aunque, por supuesto, no erróneo. Si bien es cierto que hay dos palabras novedosas y, por lo tanto, inexistentes con anterioridad o de uso restringido: sinodal, como adjetivo, y sinodalidad, como dimensión.

En griego Hodos significa camino. No lo he conseguido como verbo, que correspondería a otra palabra, hasta donde sé. Palabras como método y éxodo tienen esa raíz. En Hechos de los Apóstoles, los cristianos son “los discípulos del camino” (Hch. 9,2, por ejemplo). La doctrina de los Dos Caminos se refiere tanto al texto del Dt. 30,15 y Jr. 21,8 como a las primeras líneas de la Didajé. Y estos textos, que pueden ser completados por las parábolas de los dos caminos, uno ancho y otro estrecho, de Mt. 7,13-14. Pero necesariamente tenemos que referirnos a Jn. 14,6, donde Jesús se identifica como “el camino, la verdad y la vida”. Así que Jesús es el camino que, por cierto, no nos viene dado de antemano sino que hay que buscarlo. De hecho, la parábola antes citada no se refiere a un camino ancho, por donde todos quieren ir, y uno estrecho, donde la gente se tropieza. En los terrosos caminos de Tierra Santa, un camino estrecho es poco transitado y, por lo tanto, mal demarcado como para encontrarlo con facilidad. Así que debemos buscarlo.

Y retomamos uno de los puntos anteriores. Desde una teología centrada en la constitución dogmática de la fe y olvidada de sus dimensiones existenciales e históricas, todo viene dado de antemano. Esto, para una Iglesia con una pastoral de conservación, pudiese ser suficiente. Pero para una Iglesia en salida, de ventanas abiertas, tal cosa no es posible. Se requiere identificar no el dogma sino la forma de vivenciar eclesialmente la fe, que no le basta con la repetición de rituales ni de frases.

Si la palabra sínodo, se refiere a hodos, camino, este hay que buscarlo. San Juan de la Cruz es un santo en salida, según se muestra en algunos de sus poemas y comentarios. De búsqueda, porque siente que se le ha perdido al Amado quien, más bien, está escondido. Y para subir al Monte de la Perfección hay tres senderos o caminos. Por cierto, solo el de las nadas llega a la cima del Monte, no los otros dos. A partir de la cima ya  no hay caminos, que es como para decir, en la fórmula agustina, “ama y haz lo que quieras”.

Pero la palabra sínodo también tiene el sufijo sin, que se refiere a la simultaneidad. La palabra adquiere dinamicidad cuando es camino simultáneo, aunque no sea cualquier camino, pues es Jesús. No es el consenso el que hace que un camino sea Jesús, es Jesús el que permite el consenso de personas corresponsables, que no buscan apagar el Espíritu y que están “rastreando” a Jesús (cuestión que implica una actitud no solo orante, sino contemplativa). Ese sin, sea del camino común o del caminar juntos, no lo es de manera atropellada. Como en sin-fonía, priva una armonía que difiere mucho de ser uniforme u homogenia.

Está claro que el símbolo camino solo funciona desde la acción de caminarlo. Camino es lo que se ha recorrido, pero también lo que está por recorrerse. No se mira el camino como el pintor lo mira para pintarlo o el fotógrafo para hacerle una fotografía, sino para transitarlo de punta a punta. El ciego Bartimeo está excluido de la dinámica del camino, que representa la vida en sus distintas relaciones, inclusive comerciales. Cuando es llamado por Jesús se lanza al camino, se encuentra con Jesús, recupera la vista y lo sigue… por un camino que conduce hasta Jerusalén, lugar de la crucifixión, aunque también de la resurrección (Mc. 10,52).

Si regresamos al punto de vista de la sinodalidad como dimensión eclesiológica constitucional de la Iglesia que es Pueblo de Dios, habría que regresar a la metáfora del camino. Bien dijimos que el camino está ahí para ser recorrido. Y, como todo camino, suponemos saber a dónde nos lleva. Lo cual no significa que conozcamos todos su recodos y recovecos. En el camino puede haber salteadores, pero también heridos que atender, para recordar la parábola del Buen Samaritano. Pero el camino también puede tornarse irreconocible, más cuando hay una bifurcación o se ha hecho de noche. O, para mantenernos dentro de la simbología, si hay un terreno llano que se ha inundado, enmontado o cubierto de nieve. O si el trozo de vida que nos toca recorrer es tan árido que todo parece igual, sin saber por dónde sigue. 

    Las comunidades de los primeros siglos se vieron en la necesidad de dotarse de estructuras organizacionales que tuvieron que discernir y reconocer. Nada había con anterioridad, si bien la referencia a la sinagoga pudo haberles ayudado o la manera como lo hacía el gobierno del imperio. Pero todo ello tuvo mucho de provisionalidad. No pertenece a la esencia del misterio de la Iglesia, al trasfondo dogmático, sino que es funcional. Puede estar como no puede estar, depende de si cumple funcionalmente. Cuando rastreamos algunas formas de organización de aquellas comunidades, vemos como algunas se fueron perdiendo y otras se mantuvieron y evolucionaron, mutando con el tiempo. Para recurrir al lugar de los tópicos, están los Estados Pontificios: estuvieron y ya no están y la Iglesia sigue en pie.

    Y podemos identificar otro elemento para el acompañamiento teológico por parte de quienes se dedican a ello. Hay una teología que, estando en la historia, tiene mucho de provisional. Si estamos en una etapa de cambio o mutación, intuir hacia donde se va no es fácil, aunque se participe de manera sinodal con todo el Pueblo de Dios. Suponemos que llegará un momento en el que, manteniendo el dinamismo sinodal, se tendrá un panorama y un paradigma de la manera en que se vaya a estar viviendo la fe en comunidad y en el mundo. Entonces la teología podrá incursionar en proponer reflexiones de mayor duración.

    Hay una expresión agustiniana que resulta de un notable interés y que ha sido citada en este contexto. Antes, sin embargo, quisiera referirme, en relación con esta, una expresión y un comentario en relación con esta. Cuando se decreta el dogma de la Inmaculada Concepción, el papa Pio IX alude al sensus fidei (y fidelium) de los bautizados: 

    … y llegaron a la conclusión de que "la santa Escritura, venerable tradición, el sentimiento constante de la Iglesia [sensus Ecclesiae Perpetuus ] el acuerdo notable de Obispos Católicos y los fieles [ singularis Catholicorum Antistitum ac fidelium conspiratio ], y los hechos y las constituciones memorables de todo ello ilustrado admirablemente esta doctrina Nuestros predecesores y proclamada.4

Resulta curioso que, para algún comentador anglosajón, la palabra conspiratio la traduce como coincidir o confluencia. Afortunadamente la Comisión Teológica Internacional rescata su sentido alegórico a la respiración y lo asocia a las relaciones intratrinitarias6, que debería aludir a las relaciones con respecto al Espíritu Santo. Así nos movemos dentro de la Iglesia como ícono de la Santísima Trinidad, en expresión que conocí en las reflexiones de Bruno Forte. Además, que el texto supone un movimiento de mutua inhalación entre el Magisterio y el sensus fidei de los creyentes, en relación con el dogma de la Inmaculada Concepción. Mucho habría que añadir sobre el sensus fidei.

Pero la palabra conspiratio alude a otras referencias: a la conspiración ¿qué imagen hay detrás de una palabra que indica formas de tramar en contra de otros, incluso hacia quien detenta el poder? Claro que alude al secretismo que hace que dos susurren sus planes sin que sean escuchados: tan cercanos, que respiran un mismo aire. En el sentido físico, la cercanía hace que eso sea así. Pero en otros significados, el aire alude a lo espiritual, en este caso a lo intencional, a la participación en lo torcido.

Pero san Agustín, en un texto citado por Francisco, habla de «concordissima fidei conspiratio», algo así como “la muy concorde (en superlativo) conspiración de la fe”. Tres palabras que resultan inseparables, si no queremos que pierdan el sentido. La primera expresión, concordissima, se refiere a cor, cordis, es decir, corazón. Quien tenga alguna noción sobre el pensamiento de san Agustín, sabe lo importante que es para él el amor, a que hace referencia el corazón. Si bien se admite que el amor es también afecto, sin embargo, en su dimensión humana, según una buena interpretación de la antropología por él usada, a lo que podemos sumar el trasfondo bíblico, la referencia del corazón al amor implica un compromiso y convicción que supera la fría racionalidad y conlleva algo de sana pasión. Con lo cual se entiende mejor la partícula con, que insinúa a más de una persona (o iglesia): son varios los que coinciden viéndose con una misma pasión. Pero esa pasión lleva a la conspiratio o conspiración. Bien es cierto que pudiera entenderse como pasión que desencadena el complot (“los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz”), la cercanía hace que las distintas iglesias (o cristianos) absorban de un mismo aire, que es el Espíritu Santo, pero también el espíritu de la fe (algunos han contrapuesto el espíritu del Evangelio a la letra, cuestión de relevancia para las constituciones de los institutos de vida consagrada). La fe es co-inspirada entre quienes sus corazones concuerdan en grado supino.

Ahora bien, si queremos aterrizar este texto a nuestra cotidianidad real, más si pensamos en la experiencia convocada a todos los cristianos, más allá de las limitaciones del distanciamiento social, debemos apuntar hacia otras vertientes del símbolo. En la cercanía con el otro absorbemos al Espíritu que nos permite discernir el paso del Señor. Pero esa cercanía, que es real, también nos va a permitir saber de los olores del otro cristiano, así como los demás van a oler mis propios olores. En la cercanía hemos podido aprender a reconocer el perfume que usan nuestros amigos, o su aliento o el olor del trabajador o de la persona enferma. No siempre olores agradables. Obvio que la importancia está más allá de las sensaciones físicas.

    En el proceso de hacer comunidad, que permite la corresponsabilidad del discernimiento, podremos saber a qué huelen las miserias del otro (también sus grandezas). Cuestión compleja pero real. Si no queremos hacer poesía con aquello del homo viator, el ser humano en camino (para evitar el uso genérico de hombre, que debería entenderse como incluyente de la mujer), este ser humano es muy concreto, con su presente y su pasado. Con sus posibilidades y sus miserias. Con sus diferencias y similitudes. Es ser humano perdonado o en proceso de redención. Puede que yo sea testigo de sus miserias, como él lo sea de las mías. La dinámica de la misericordia resulta clave, no como claudicación a un valor o un empeño, sino como oportunidad y transparencia de la misericordia de Dios, que no rebaja una tilde a la Escritura. No es un pacto con lo bajo, lo ruin o lo deplorable, por supuesto, que degradaría al pecador (que somos todos) al nivel de los corruptos (que pacta con el mal).

    Dentro de este proceso, que es real e histórico, con sujetos concretos con su pasado y escribiendo su futuro, puede darse los casos de las personas emocionalmente desequilibradas, con una religiosidad exaltada, con ansias de poder y control, que buscan compensar vacíos y frustraciones o se puedan considerar iluminados, cuando sufren, por ejemplo, de alucinaciones. No sé cuan posible sea esta realidad en los diversos continentes. Solo sé que es posible. Y los pastores y comunidades tendrán que lidiar con esto. Y siempre podrá existir la posibilidad que, por ejemplo, alguien incómodo pueda ser silenciado bajo la acusación de exaltado. Es complejo y real, sin recetas, pero con orientaciones, donde siempre va a ser posible el error pero que concentrar de nuevo todas las corresponsabilidades solo en el ministro puede ser la más grave tentación.

    Hubo un tiempo, nada lejano, en que se habló de la teología del genitivo. Quizás se pueda hablar en estos tiempos de la teología del gerundio, como una acción continua y no concluida. Que rescate el sentido dinámico de la vida humana, con lo provisional y lo impredecible. Que se sabe en el tiempo, aunque tenga referencias inmutables. Abierto a lo novedoso, a lo que pueda decirse de otra manera o expresarse mejor. Una teología que, para prestar el servicio a que está llamada, valore lo simbólico que es propio de la semiología, tan cercano a lo litúrgico, sin sacrificar las ansias precisión.

    Debemos proseguir por este camino. El mundo en el que vivimos, y que estamos llamados a amar y servir también en sus contradicciones, exige de la Iglesia el fortalecimiento de las sinergias en todos los ámbitos de su misión. Precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio (Cfr. Francisco, Discurso del santo padre francisco en conmemoración del 50 aniversario de la institución del sínodo de los obispos, Sábado 17 de octubre de 2015)".

Alfonso Maldonado

Sacerdote de la Arquidiócesis de Barquisimeto

Actualmente en Caracas, Venezuela


Llamados a la Sinodalidad

    El eco de los Hechos de los Apóstoles: “hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros” (15,28) encierra, en tiempos inmemoriales en la historia de la Iglesia, que el camino de la Sinodalidad  era la única vía de llegar a un consenso o a la toma de decisiones para la comunión y participación de los fieles de una comunidad eclesial. La fe en la acción del Espíritu Santo despierta interés en darle espacio a su protagonismo en la misión de la Iglesia. Con esta guía de fiarse totalmente en el Espíritu de Dios está unido en el discernimiento y conocimiento de todos los autores de la evangelización.

   Más allá de “los profetas de calamidades”, el llamado del Santo Padre, el Papa Francisco, a la Sinodalidad renueva la esperanza de una Iglesia donde se pide y se promueve valentía y horizonte abierto para la “alegría del Evangelio”, y en donde exista la participación de todos los fieles cristianos. Nunca antes en ningún pontificado se había tomado tan en serio y con tal consecuencia la imagen de la iglesia como Pueblo de Dios. Es una Iglesia donde se reconoce la diversidad de carismas y niveles de servicio, sin imposiciones autoritarias ni particularismos dispersivos, sino viviendo en Sinodalidad. Porque el camino de la iglesia consiste en avanzar juntos en el respeto de las diferencias, en la dirección marcada por Jesús en el Evangelio.

   Más que un slogan, el llamado a la Sinodalidad es un volver a la misma esencia de la Iglesia. Todos los fieles cristianos somos corresponsables y estamos comprometidos en el discernimiento y conocimiento de la fe de la Iglesia de Cristo. La participación de todos es la único vía de captar los problemas en su verdad viva, realista y concreta, evitando la anomalía de que cuestiones que afectan tan íntimamente a todo el Pueblo de Dios quedasen entregadas tan sólo a la deliberación de una asamblea de obispos. 

El llamado a la Sinodalidad es de vida o de muerte de una Iglesia que peregrina en los vaivenes de la historia de la humanidad.

Luis Manuel Díaz

Sacerdote de la Arquidiócesis de Valencia, Venezuela.


    “Existen quienes y son muchos los que callan en torno a la Sinodalidad.  En ciertos estratos de la Iglesia están los clérigos y los llamados pastores que han cerrado sus bocas ante el movimiento sinodal.  Simplemente no se oye, no se dice, es un secreto…  que el pueblo no se dé cuenta, no vaya acontecer que escuche, que piense, que dialogue, que levante la voz, que se ponga de pie, que cuestione formas, posiciones, relaciones, adquisiciones, rituales…  Es mejor que los pequeños no se den cuenta dicen los mayores, así no se cambiarán las cosas, todo marchará igual que siempre, obedecerán como borregos y reinará la paz del camposanto.


Se obstinan en ocultar el camino que lleva a la comunión y participación, la senda de la libertad. Es más conveniente que las mujeres sigan cuidando de sus bebés, que los jóvenes sigan navegando en sus dispositivos en la enajenación de sus ilusiones, que el pueblo sin escuela se duerma en el vacío y el hambre mate a los empobrecidos.  La ganancia es que no se invierta la pirámide y que cada quien se refugie en su concha, que decidan los mismos por las grandes mayorías sin pan ni agua.  Al fin y al cabo no pasa nada. Pero que pase en la Iglesia de Jesucristo eso sí que duele como sal en la llaga.”

Floridalia Noguera, religiosa de Guatemala.


    “El Papa Francisco invita a toda la Iglesia a interrogarse sobre un tema decisivo para su vida y su misión: «Precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio». Este itinerario, que se sitúa en la línea del «aggiornamento» de la Iglesia propuesto por el Concilio Vaticano II, es un don y una tarea: caminando juntos, y juntos reflexionando sobre el camino recorrido, la Iglesia podrá aprender, a partir de lo que irá experimentando, cuáles son los procesos que pueden ayudarla a vivir la comunión, a realizar la participación y a abrirse a la misión. Nuestro “caminar juntos”, en efecto, es lo que mejor realiza y manifiesta la naturaleza de la Iglesia como Pueblo de Dios peregrino y misionero”. 

Monseñor Julián Barrios

Arzobispo de la Arquidiócesis de Santiago de Compostela


@RonaldMRivera

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